El tren de alta velocidad Tel Aviv-Jerusalén une las dos caras opuestas de Israel
Tras 18 años de obras, la nueva línea férrea contribuye a cerrar la brecha del interior conservador y religioso con la zona costera liberal y laica
Proclives a la celebración de los hitos tecnológicos, las autoridades israelíes han pasado de puntillas sobre la entrada en servicio del primer tren de alta velocidad, que desde este fin de semana enlanza directamente la milenaria Jerusalén con la flamante Tel Aviv. De hecho, cuando los otomanos tendieron en 1892 la primera línea férrea desde la Ciudad Santa, los colonos judíos aún no habían fundado la gran urbe costera. Aprobado el proyecto en 2001, las obras debían haber concluido en 2008, pero el primer tren que recorrió en poco más de 30 minutos los 57 kilómetros que separan las dos mayores conurbaciones del país no partió hasta la noche del sábado de la estación jerosolimitana, 80 metros bajo tierra y a prueba de ataques atómicos.
“¿Ya no hace falta cambiar de tren en el aeropuerto Ben Gurion?”, se extrañaba en uno de los primeros viajes del AVE Rey David la genealogista Irit Shem-Tov, jubilada a los 62 años. Benjamín Netanyahu inauguró hace un año el primer tramo hasta la terminal aérea. Ahora el primer ministro ha estado ausente en la discreta ceremonia que precedió la entrada en funcionamiento.
Todas las tribus del Estado hebreo iban a bordo del convoy que puso rumbo a Tel Aviv a las 13.02 del domingo desde la terminal Isaac Navon, el primer presidente israelí de origen sefardí. Militares de ambos sexos con el fusil de asalto M-16 en bandolera, alumnos ultraortodoxos de una yeshiva (escuela rabínica) absortos en el rezo, familias palestinas de Jerusalén Este de visita a Jaffa, empleados de start up aferrados al ordenador portátil y estudiantes laicos, muchos estudiantes.
Sivi Kivin, de 27 años, se desplaza tres veces por semana a la Universidad de Tel Aviv para completar estudios de posgrado de diseño artístico que no se ofrecen en la Universidad Hebrea de Jerusalén, en su ciudad. “Este tren es una revolución silenciosa”, aseguraba el joven, mientras observaba por la ventanilla el atasco en la autopista, poco antes de que el convoy se detuviera en la estación Haganá (la organización paramilitar judía que luchó contra las tropas británicas bajo el mandato de Palestina). “En coche tardo casi una hora, el doble en periodo punta, y en Tel Aviv es casi imposible aparcar”, reconocía con aire de incredulidad tras el corto viaje. “Además, esta es la primera línea electrificada de Israel, sin locomotoras diésel”.
Después de que el primer ministro Ariel Sharon diera el banderazo de salida a la línea de alta velocidad Jerusalén-Tel Aviv en 2001, la obra de interés estratégico languideció en la intrincada burocracia israelí. El diario económico Globes informó de que los proyectos de electrificación propuestos por la empresa pública Ferrocarriles de Israel eran “poco profesionales” y el Ministerio de Finanzas tuvo que replantearlo todo en 2008.
El Ministerio de Transportes adjudicó en 2015 la electrificación de la primera línea férrea del país a Sociedad Española de Montajes Industriales (SEMI), filial del grupo ACS. La licitación incluía también la instalación de infraestructuras en otras 12 líneas, en un total de 420 kilómetros de vías. El proceso de impugnación de la adjudicación por parte de otras compañías, como la francesa Alstom, forzó finalmente un nuevo retraso de dos años.
El tren de alta velocidad Jerusalén-Tel Aviv surca las colinas de la antigua Judea a más de 120 kilómetros por hora para unir el centro de dos urbes que muestran las dos caras opuestas de tradición y modernidad, de rigor religioso frente laxitud laica, de un mismo país. Mientras en la hedonista Tel Aviv solo el 17% de los ciudadanos observan el sabbat, en el pío Jerusalén cumplen a rajatabla el precepto el 66% de sus vecinos.
“En Jerusalén, 50 años son como 200 en el resto de Israel”, solía destacar el escritor Amos Oz, nacido en la Ciudad Santa y que vivió sus últimos años en Tel Aviv. El tren que une dos urbes cercanas pero con almas separadas representa un salto de dimensiones bíblicas para el Estado judío. No solo porque alcanza los casi 800 metros de altitud en un corto trecho desde el nivel del mar, a través de 38 kilómetros de túneles y 7,5 de viaductos. Ni siquiera por el sobrecoste que ha elevado por encima de los 1.800 millones de euros la factura final de la línea. Marca un hito porque empieza a poner fin a la brecha sobre la que ironizaba el autor de Una historia de amor y oscuridad.
Como casi todo en Tierra Santa, la nueva línea de alta velocidad tampoco escapa a la tensión del conflicto de Oriente Próximo. Dos de sus tramos rebasan la Línea Verde —la divisoria trazada tras el armisticio de 1949— y penetran en el territorio de Cisjordania, ocupado por Israel desde 1967. La Autoridad Palestina denunció en la apertura de la primera fase que Israel utiliza de modo “ilegal y en beneficio propio” tierras palestinas ocupadas en el valle de Latrún, atravesado en su mayor parte mediante un túnel.
“Me ha gustado. A partir de ahora vendré en tren”, se despedía complacida Irit Shem-Tov entre la heterogénea multitud de los andenes de Haganá celebrando con su sola presencia la llegada de un tren que se hizo esperar.
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