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Ni el Estado ni la paz han llegado a la llanura de Colombia

Los embates de guerrillas y paramilitares siguen golpeando Arauca, Vichada y Casanare. La Defensoría del Pueblo visita la zona en misión humanitaria

Santiago Torrado
Habitantes de Cravo Norte, en Arauca, se reúnen con el defensor del Pueblo.
Habitantes de Cravo Norte, en Arauca, se reúnen con el defensor del Pueblo.Fred Solis (Defensoría del Pueblo)

En Arauca, donde se juntaron todas las violencias, aún arde la guerra que Colombia busca extinguir. Con el cambio de siglo fue escenario de la sangrienta arremetida paramilitar y después, de un feroz enfrentamiento entre guerrillas: las extintas FARC y el ELN, que aún sigue activo y hace sentir su presencia en la región. Incluso en su fronteriza capital, que comparte nombre con el departamento y con el río que la separa de Venezuela, confluye la fragilidad del Estado con la persistencia de los actores armados.

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Este departamento atravesado por dos oleoductos concentró en el primer semestre de este año una quinta parte de todas las acciones de los grupos armados ilegales —que ahora incluyen a las disidencias que se apartaron del acuerdo de paz sellado con las FARC a finales de 2016—, según la Fundación Ideas para la Paz. Un tercio de sus 300.000 habitantes son víctimas registradas de un conflicto que todavía resuena, sin que las autoridades hayan copado el vacío que dejó la insurgencia más antigua del continente.

Arauca, la capital, marca el inicio de una misión humanitaria de la Defensoría del Pueblo por los Llanos Orientales para conocer de primera mano los problemas y necesidades de la zona. EL PAÍS ha acompañado al organismo en su viaje, por tierra y agua, a varias poblaciones remotas, en su mayoría ribereñas, en Arauca, Vichada y Casanare, tres departamentos de la Orinoquía colombiana (este del país). Territorios que pese a los recursos de la explotación petrolera no han escapado del abandono estatal.

La inmensidad de los llanos —una extensa planicie que limita, además de con Venezuela, con la Amazonía y la región andina colombiana— se aprecia en el camino entre Arauca y Cravo Norte, la primera parada. El sobrecogedor paisaje, con abundantes espejos de agua y una exuberante fauna que incluye chigüiros, garzas y babillas, se pierde en el horizonte. El trayecto de menos de 150 kilómetros puede durar más de seis horas, dependiendo del clima. La ausencia del Estado se siente en la propia carretera, por momentos convertida en un barrizal y pavimentada solo en un 20%. Según las actas, las obras se suspendieron por las exigencias económicas de los grupos armados, que aún reclutan y extorsionan.

El embarcadero de Cravo Norte, cerca de los límites entre Arauca, Vichada y Casanare.
El embarcadero de Cravo Norte, cerca de los límites entre Arauca, Vichada y Casanare.Fred Solis (Defensoría del Pueblo)

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Cravo Norte fue sede de una fallida negociación de paz, cuando el Gobierno se sentó en 1991 con la Coordinadora Nacional Guerrillera, que reunía a las FARC y el ELN. “Aquí todavía sigue la presencia de los grupos armados de forma oculta, ya no como en esa época que andaban por la calles”, explica el ganadero Luis Ernesto Espitia, alcalde de esta localidad entre 2001 a 2003. “Uno aspira a que esta paz se consolide. Los acuerdos han servido, la intensidad de la violencia ha bajado”, matiza.

El municipio está hoy salpicado de "elefantes blancos", costosas obras inconclusas que nunca han visto la luz. La personera —representante del Ministerio Público— Alba Yaneth Lizarazo, con una escolta que no se le despega, se queja de que no tienen hospital, e incluso para un parto deben ir hasta Arauca. Es la primera vez que regresa desde febrero, cuando tuvo que huir por amenazas después de denunciar la corrupción. Grupos herederos del paramilitarismo amedrentan por medio de panfletos y grafitis en las viviendas rurales. Lizarazo habla de un “conflicto vivo” con al menos cinco desparecidos desde que ella llegó en 2016 —el mismo año en que se firmó el acuerdo de paz—.

Aunque el asedio de los violentos ha disminuido, los servicios siguen sin llegar a las comunidades vulnerables, un reclamo repetido a lo largo del trayecto. Las carencias son aún mayores en Santa Bárbara de Agua Verde, a tres horas en lancha, una aislada población en Vichada, sin agua potable ni alcantarillado, que solo disfruta de cinco horas diarias de energía. La violencia interétnica que caracterizó la colonización de la zona dejó huella. Aquí es palpable la tensión entre los colonos —que se autodenominan así incluso cuando sus rasgos insinúan algo distinto— y los indígenas de la comunidad waipijiwi que salieron del resguardo de Caño Mochuelo, en su mayoría tierras inundables, huyendo del hambre.

Migrantes venezolanos en Arauca, Colombia.
Migrantes venezolanos en Arauca, Colombia.Fred Solis (Defensoría del Pueblo)

De allí se llega por el río Meta a La Primavera. Aunque hoy se siente la presencia del Ejército, los lugareños recuerdan cuando la que patrullaba era la guerrilla. Los militares, que también sufren la falta de vías y batallan para abastecerse, explican que toda la zona es un corredor estratégico difícil de vigilar: en la temporada de lluvias los ríos son navegables y en verano es fácil moverse por las sábanas, donde “juegan al gato y al ratón”. Esas condiciones permiten sacar la droga desde regiones cocaleras de los departamentos de Meta y Guaviare hasta Venezuela, donde el ELN y las disidencias encuentran refugio. El tráfico de armas y ganado fluye en la dirección contraria.

“Acá el que se enferma se muere”, se lamenta Didier Joaquín Oropeza, un hombre vestido de botas y sombrero vaquero, como es costumbre, en Bocas de Pauto, el primer corregimiento al que llega la misión en Casanare. Atribuye la muerte de su prima de 23 años, que acaba de enterrar, a la falta de doctores y medicinas. Así como en Cravo deben ir hasta Arauca para conseguir un hospital, en Bocas no les queda otra que ir hasta Yopal, la respectiva capital departamental, a unas nueve horas por carretera.

Un atardecer sobre el río Meta, en los Llanos Orientales, Colombia.
Un atardecer sobre el río Meta, en los Llanos Orientales, Colombia.Fred Solis (Defensoría del Pueblo)

Al complejo panorama hay que añadir que las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC), a diferencia de otros grupos, nunca se sometieron al proceso de paz que desmovilizó a buena parte de los paramilitares en el Gobierno de Álvaro Uribe (2002-2010). En Orocué, muchas de las víctimas que hoy reclaman reparación se quejan de que tienen a sus victimarios por vecinos. Además, la región también sufre una de las cicatrices más profundas de la guerra: la búsqueda de desaparecidos. Son al menos 2.500 casos solo en Casanare, asegura Jeiny Alexandra Jarro de la fundación Yovany Quevedo. “Tristemente no se desmovilizaron, a la mayoría los cogieron delinquiendo. No hay nada que los obligue a decir la verdad”, se lamenta en Yopal, una urbe en expansión, la última parada de los maratónicos encuentros con comunidades.

“Miramos hacia estas zonas porque no son debidamente atendidas por el Gobierno nacional. Ha habido una paz relativa, pero sin servicios públicos, salud ni educación”, afirma Carlos Negret, el defensor del Pueblo, a manera de balance. “Aquí se tiene que dar el posconflicto, que no es la entrega de unas armas, es inversión social. Si no hacemos inversión social, con seguridad se van a volver rearmar”, advierte.

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Sobre la firma

Santiago Torrado
Corresponsal de EL PAÍS en Colombia, donde cubre temas de política, posconflicto y la migración venezolana en la región. Periodista de la Universidad Javeriana y becario del Programa Balboa, ha trabajado con AP y AFP. Ha cubierto eventos y elecciones sobre el terreno en México, Brasil, Venezuela, Ecuador y Haití, así como el Mundial de Fútbol 2014.

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