Un nuevo virus en el cuerpo de Europa: hiperliderazgos, hipopartidos
En un tiempo hostil a los cartesianos y favorable a los mesiánicos, ganan peso los dirigentes y pierden fuerza las estructuras políticas
No son estos tiempos cartesianos; son más bien de Sturm und Drang. No son tiempos geométricos, lógicos, de procedimiento y estructura; son tiempos de impulso, emoción, intuición, seducción, golpes de mano. Sufren los euclidianos, prosperan los mesiánicos.
El centro de estudios CIDOB y la cátedra Ideograma de la Pompeu Fabra acaban de dedicar al concepto de hiperliderazgos un interesante informe que intenta definir su contorno y profundizar sobre casos concretos. A brocha gorda, se trata de una manera de ejercer el poder que respeta el marco democrático, pero busca la respuesta personalista y carismática a los problemas un punto por encima de la institucional, recurre a componentes emocionales, a la comunicación directa con la ciudadanía, a referencias estéticas y retóricas potentes, a veces excesivas. Un liderazgo que baila en la frontera del populismo. Un poco más allá, un poco más acá. Y que, incluso involuntariamente, corroe el tejido institucional democrático.
Europa está repleta de hiperliderazgos. Cada uno a su manera, Macron, Salvini y Orbán encajan bajo ese epígrafe. Boris Johnson, sin duda, también. Veremos qué saldrá en el reparto de los nuevos altos cargos europeos, aunque ese es un terreno propenso a liderazgos de baja intensidad, precisamente porque los liderazgos alfa nacionales de ahora no quieren sombras (en el pasado no fue así: ¿recuerdan a Jacques Delors?). En España, varios líderes de los principales partidos también son susceptibles de ser adscritos a una categoría que, obviamente, no es nueva, pero en el tiempo presente ha metamorfoseado y adquirido especial intensidad y pluralidad.
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El reverso del concepto de hiperliderazgo, que no trata el informe CIDOB/Ideograma, es el de hipopartidos. En paralelo al ascenso de muchos líderes discurre el descenso al averno de los partidos. Las grandes formaciones históricas, máquinas de poder antaño tremendamente estructuradas, se mueren más o menos rápidamente en una hemorragia generalizada. Pierden apoyos por sus errores del pasado; reculan en su presencia en el territorio; titubean ante los lenguajes y las dinámicas de un nuevo tiempo en el que están incómodos. Es el caso de la CDU y el SPD en Alemania. En Francia, el histórico PS está al borde de la extinción y Los Republicanos solo un paso detrás. En Italia, el PD busca salidas a su calvario.
Por otra parte, la eclosión de nuevas formaciones tampoco parece haber dado con modelos de estructuración del debate y la reflexión ideales. El caso de Podemos y Movimiento Cinco Estrellas es muy ilustrativo. Ambos han buscado un loable mecanismo de mayor inclusión participativa. Pero ambos han sufrido serísimos incidentes en el camino que cuestionan la eficacia real de esos mecanismos participativos.
Las formaciones ultraderechistas cuentan en algunos casos con aparatos relativamente sólidos. Es el caso de la Liga y Reagrupamiento Nacional de Le Pen. Pero la existencia de una estructura y una considerable proyección territorial no impiden que el alma y corazón de esos grupos residan en una sola persona.
Este tiempo prima la rapidez sobre la reflexión, la brillantez sobre la profundidad, el gesto sobre la laboriosidad. Esto otorga el proscenio a los líderes y relega a los partidos. Estos últimos se han manchado de vergonzosas praxis (Tangentopoli en Italia, cuentas maquilladas en Grecia…) que han erosionado la fe de los ciudadanos en su importancia. Sin embargo, siguen siendo un órgano indispensable de la democracia representativa, cámara osmótica que escucha a la ciudadanía y asesora a los líderes. Su relegación es una mala noticia. La fe en los líderes mesiánicos es un riesgo. Más prudente confiar en Descartes y Euclides.
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