Los movimientos sustituyen a los partidos
Las organizaciones políticas clásicas pierden peso por su incapacidad para enfrentarse al nacionalismo, el terrorismo o las migraciones
Occidente entierra en cada convocatoria electoral a uno de sus partidos políticos clásicos, convertidos en víctimas colaterales de las recientes crisis de la eurozona, el terrorismo, la globalización, la migración o el nacionalismo. El castigo que les aplican los electores por toda Europa, sin precedentes en la historia moderna, se debe a la incapacidad de las formaciones políticas tradicionales de abordar con eficacia esos problemas. Como alternativa, los ciudadanos apuestan ahora por movimientos de incierto futuro que se presentan como grupos con más democracia interna. La realidad, sin embargo, demuestra lo contrario. El tsunami se siente ya en España.
El último funeral se ha celebrado hace unos días en Hungría, donde los socialistas han vuelto a fracasar aplastados por el nacionalismo ultraconservador de Viktor Orbán y los xenófobos de Jobbik. Solo unas semanas antes, las pompas fúnebres se celebraron en Italia con el fracaso del Partido Democrático del ex primer ministro Matteo Renzi, arrinconados por populistas y nacionalistas por la izquierda y la derecha.
Han sido solo otras dos pruebas, las más recientes, de que los partidos de izquierdas son los que más sufren el fenómeno. Sus electores no les perdonan que hayan afrontado la crisis económica con medidas y reformas similares a las de la derecha. El socialista Joaquín Almunia, exvicepresidente de la Comisión Europea como comisario de Asuntos Económicos, en su reciente libro Ganar el futuro asume que la Unión Europea y la socialdemocracia “son las dos principales víctimas políticas de la crisis” y que su deterioro ha dado paso a populismos ultraconservadores —menos en el sur, que son de izquierdas— y trasnochados nacionalismos. En buena medida, el futuro de Europa depende de cómo gestione esos perniciosos fenómenos.
En efecto, los partidos clásicos de izquierda han sido barridos incluso en países donde su presencia era hegemónica. Francia ha sido el ejemplo más obvio. El Partido Socialista pasó el año pasado de gobernar el país a sufrir una humillación sin precedentes con un miserable 6% de los votos. Derrotas previas de la izquierda han configurado un mapa ideológico desconocido en la UE: solo dos de los 28 países del club —Grecia y Portugal — son gobernados por la izquierda cuando hace dos décadas dominaban la mayoría de Ejecutivos en el continente.
Pero los electores también están castigando a la derecha tradicional por esa falta de soluciones y de proyectos claros para sus propios países y para Europa. Por eso, en buena parte de los Estados europeos se está rompiendo el habitual relevo entre los partidos clásicos de izquierda o derecha. Los ciudadanos ya no confían en ellos y se están echando en manos de nuevos experimentos, de movimientos que no responden a las lógicas políticas tradicionales y que prometen rápidas y fáciles soluciones para los problemas más complejos.
Puesto que las fórmulas clásicas han fracasado, los nuevos movimientos engatusan a los electores con el doble argumento de que no son de izquierdas ni de derechas y de que las fuerzas tradicionales no representan a los ciudadanos. Movimiento es La République en Marche de Emmanuel Macron y él mismo lo calificó como tal cuando lo presentó como una incipiente organización que no es “ni de derechas ni de izquierdas”.
Engatusan a los electores diciendo que no son ni de izquierdas ni de derechas y que las formaciones tradicionales no representan a los ciudadanos
Movimiento se hace llamar igualmente el triunfante 5 Stelle italiano y no lo es menos La Liga, su exenemigo y ahora socio de conveniencia. Como movimiento también fue el fenómeno que, al margen de los erráticos partidos clásicos, desembocó en el Brexit. O los nuevos heterogéneos grupos que participan en los variopintos gobiernos de coalición en Europa del Este, con concurrencia de derechas extremistas (en Bulgaria o Eslovaquia), nacionalistas ultraconservadores (Hungría y Polonia) o liberales populistas como Acción de los Ciudadanos Insatisfechos en la República Checa.
Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política y Social, analiza desde hace años el fenómeno y ha llegado a la conclusión de que una sociedad indignada “prefiere votar a quien le administra su rabia en lugar de votar a quienes les prometen solucionar los problemas”.
El fenómeno se abre paso también en Alemania, el país donde la crisis ha golpeado con menos fuerza. Aunque en retroceso, los partidos clásicos (CDU-CSU y SPD) resisten, pero la principal fuerza de oposición es ya Alternativa para Alemania (AfD), el grupo ultraderechista y euroescéptico que solo tiene cinco años de existencia. O en España, donde organizaciones aún no estructuradas como partidos políticos al uso, como Ciudadanos o Podemos, arrebatan grandes bolsas de votos al PP y al PSOE y, según las encuestas, es probable que la primera acabe ganando las próximas elecciones.
El arrinconamiento de los partidos tradicionales no solo se mide en retrocesos electorales. En España, por ejemplo, todas las grandes movilizaciones recientes nacen, se desarrollan y materializan al margen de las organizaciones políticas. Es el caso de las enormes manifestaciones feministas del 8 de marzo y de las protestas de los jubilados, cuyos promotores han rechazado la presencia de dirigentes políticos en lugares destacados. En Cataluña, donde ERC y PSC son los únicos partidos clásicos que sobreviven, las concentraciones callejeras de mayor calado han sido promovidas por grupos al margen de los partidos, como la Sociedad Civil Catalana, Omnium Cultural o Asamblea Nacional Catalana.
El desapego a los partidos se mide también en las cifras de afiliados. El SPD y la CDU-CSU han perdido la mitad de los suyos en dos décadas. En Francia, el PS ha pasado de casi 300.000 a menos de 100.000 (solo 42.000 con sus cuotas al día). Y en España, los socialistas han pasado de 400.000 a menos de 180.000, mientras el PP dice tener 800.000 adeptos pero solo 160.000 pagan sus cuotas.
Es España el país donde el desprecio social a los partidos se repite en los sondeos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). El último, el de este mes, concluyó que, para el 26% de los españoles, “los políticos en general, los partidos, la política” constituyen un gravísimo problema para el país, solo superado por el paro (65%) y la corrupción (34%).
Autor del libro La política en tiempos de indignación, Innerarity afirma que “la actual crisis de los partidos se superará cuando haya mejores partidos”. Mientras eso no llega, la proliferación de formaciones populistas, xenófobas, nacionalistas, eurófobas o confesionales surgen por doquier y dibujan un mapa político europeo cuando menos inquietante. Lo es que Orbán se haya convertido en un líder de referencia para el Este del continente como defensor de una cosa llamada “democracia no liberal” cuyo partido, Fidesz (Fiatal Demokraták Szövetsége, Alianza de Jóvenes Demócratas), predica como un mantra que corre peligro la identidad cristiana de Europa.
Con cantos de sirena como esos, Europa prescinde de sus partidos clásicos cuando la tormenta arrecia, cuando más falta harían. Innerarity avisa: “Tirar al niño con el agua sucia no sería una buena solución y la experiencia nos enseña que todavía peor que un sistema con malos partidos es un sistema sin ellos”.
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