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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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En vivo y en directo (Dupont Circle, Washington)

El Gobierno colombiano es, hoy, un Gobierno de aficionados: de bienintencionados y malintencionados que carecen del principio de realidad, justo y necesario

Ricardo Silva Romero

Entre todas las obviedades que al final no lo son, y que se ve uno obligado a repetir en las horas más absurdas de una sociedad, quizás la más elemental —la más primordial— sea que “cada una de nuestras palabras tiene consecuencias”. Digo esto luego de ver el Facebook Live que la Embajada de Colombia en Washington produjo, el jueves pasado, desde un restaurante mexicano en Dupont Circle. Entendería que nadie más en este mundo ancho y ajeno, ni en los trancones hacia el trabajo ni en las mañanas del desempleo, se animara a echarle una mirada: hay mejores comedias por ahí. Pero quien ose verlo se dará cuenta de que el Gobierno colombiano es, hoy, un Gobierno de aficionados: de bienintencionados y malintencionados que carecen del principio de realidad, justo y necesario.

Es claro que el embajador de Colombia en Washington, el exvicepresidente Francisco Santos, hace parte de los bienintencionados, pero el vídeo en cuestión prueba que no es del todo consciente de la realidad externa y que le cuesta trabajo conciliar lo que él quiere hacer con lo que buscan los demás. Hace un par de semanas, a la pregunta de The Washington Post por cuál era la comida que más extrañaba en su condición de embajador, se permitió a sí mismo responder “¡los tacos de Taco Bell!”. El Facebook Live que reseño no era una mala idea, no. Quería retratar a un empresario que fue víctima de las Farc en 1994, el colombiano Víctor Martínez, para celebrarle su exitoso restaurante de comida mexicana —sí— que da empleo a unas setenta personas. Pero al final se trató de este pulso por la paz.

El embajador Santos empieza el vídeo tomándose un coctel margarita con una porción de totopos: “Perdón, ¿hay más salsita?”. Echa a andar la entrevista con su estilo despreocupado de siempre. Y sí, en un momento dado le da por interrumpir el relato del llanero Martínez, conmovedor desde su violenta salida de Colombia hasta el montaje de sus restaurantes, para venderles a “los muchachos” la idea de que el uribismo salvó al país de 2002 a 2010, pero sólo al final deja salir su incomodidad uribista ante la paz con las Farc: “¿Usted cree que esas personas que cometieron esos delitos deberían pagar algo de cárcel?”, pregunta. Y, sin embargo, cuando Martínez le responde que “la paz es la paz”, “cueste lo que cueste”, el bienintencionado Santos reconoce —en un acto de cordura— que ese punto de vista es “absolutamente válido”.

Es una revelación, claro, pues tanto el entrevistador como el entrevistado parecen ponerse de acuerdo en vivo y en directo en que conviene a todos resignarse a esa paz, cuidar las palabras, superar los reveses. En Colombia no ha sido común el principio de realidad, no, lo usual ha sido que cada cual haga lo que le venga en gana siempre que le venga en gana sin pensarse las secuelas. Poco se dice que el Ejército colombiano, que suele ser leal al presidente de la república, ha fallado en los Gobiernos que —en vez de ganarse el respeto de las comunidades olvidadas— reducen sus estrategias de seguridad a pedir a gritos resultados: cada una de nuestras palabras tiene consecuencias, sí. Poco se reconoce que gobernar es, sobre todas las cosas, cuidar lo que se dice.

La semana pasada el presidente Duque acató un fallo de la Corte Constitucional que era inevitable, pero desestimó uno de la Corte Suprema de Justicia que no le gustó nada.

Y fue obvio que este Gobierno se ha pifiado peligrosamente —o sea: ha puesto en riesgo esta sociedad— cada vez que ha caído en la tentación de retomar el tono pendenciero e inescrupuloso que fue común de 2002 a 2010. Y piensa uno que al menos el errático Facebook Live de ese jueves, “¿hay más salsita?”, no le sirvió a la tragedia, sino a la comedia del país.

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