Un voto europeísta muy poco europeizado
Las elecciones al Parlamento Europeo son en España un megasondeo sobre política nacional
España ha elegido hoy a sus representantes en el Parlamento Europeo por octava vez (solo una menos que los estados miembros fundadores). Los resultados confirman que, pese a esa larga experiencia, la pauta electoral sigue muy acoplada con el ciclo político interno sin que los factores propiamente europeos sean relevantes en la conducta electoral. Dos son los motivos de ese voto tan poco europeizado. El primero es el gran apoyo social al proceso de integración, que ha evitado hasta ahora el surgimiento de una división política en torno al mismo. El segundo consiste en la sensación generalizada de que, si no está en juego la apuesta por la UE y tampoco se tiene demasiado claro el efecto de un voto que no parece producir mayorías y oposición a escala europea, tiene más sentido mostrar apoyos o rechazos en clave solo nacional.
Como no existe demos compartido, sino una suma de 28 comunidades políticas nacionales, los ciudadanos de otros países también están más condicionados por la lógica doméstica que por una supuesta conciencia paneuropea. Pero, como muchos de esos países no comparten nuestro consenso permisivo y la UE es fuente primordial de conflicto, el voto sí puede estar muy afectado por la misma. Al fin y al cabo, la democracia representativa se basa en que la ciudadanía crea que optar por un partido u otro le permite influir sobre las decisiones que hará el nivel de gobierno al que se vota y tanto proeuropeos como escépticos actúan en consecuencia.
Aquí no. Las sucesivas elecciones de eurodiputados plasman de manera fiel el momento político nacional en torno a la clásica y resistente alternancia izquierda-derecha (junto a un apoyo a los partidos nacionalistas siempre situado en el 10-15%). En las dos elecciones europeas de la década de 1980 se reflejó la hegemonía del PSOE, en las dos de la década de 1990 la preeminencia del PP con un efímero avance de IU, y entre 2004 y 2014 la apoteosis y caída del bipartidismo. En algunos casos anticiparon desarrollos políticos posteriores (en 1994 el triunfo de Aznar o en 2014 el auge de Podemos y Ciudadanos) mientras que en otros (en 2004 y hoy mismo) confirmaron la tendencia de elecciones generales celebradas poco antes.
El sistema de partidos español no se ha alterado por factores vinculados a la fractura europea (a diferencia de Reino Unido, Francia, Italia, Polonia, Grecia o incluso Alemania) y ni siquiera existe voto dual. El resultado de hoy, sin distorsiones por una abstención alta ni por el voto útil, sería entonces una suerte de megasondeo de preferencias sobre la política… española.
Se podría concluir que es sano para la UE, y para el papel a jugar por España, que votemos sin cuestionar nuestra pertenencia (ni siquiera las opciones más radicales como el ahora erosionado Podemos, el resiliente independentismo o el menguante Vox). Pero es triste que reduzcamos nuestra participación en la democracia representativa europea a mirar si el PSOE mantiene su hegemonía en la izquierda o si el PP resiste el duelo del centro-derecha. Ocho elecciones después va siendo hora de tomarnos en serio lo que nos jugamos en Bruselas y Estrasburgo a partir de mañana.
Ignacio Molina es profesor de Ciencia Politica de la Universidad Autónoma de Madrid. Este artículo ha sido elaborado por Agenda Pública para EL PAÍS.
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