Ni ‘chairos’ ni ‘fifís’
Hasta ahora López Obrador ha construido su proyecto político como una especie de confrontación entre el pueblo (los suyos) y la sociedad civil (los adversarios)
Según las últimas previsiones el bienestar económico de los mexicanos no crecerá gran cosa en los próximos años. O simplemente no crecerá, punto. El entorno mundial no está para albergar optimismos, pese al entusiasmo que genera el inicio de un nuevo periodo presidencial. Al tomar posesión Andrés Manuel López Obrador prometió niveles de crecimiento superiores al 4% que apenas cuatro meses después parecen quiméricos. Especialistas e instituciones financieras prevén tasas que rondarán 1% o quizá ni eso. Una proporción que a duras penas alcanzará para paliar el incremento demográfico (1,3% al año). Los mexicanos, para efectos prácticos, experimentaremos un estancamiento económico.
Esto no es culpa de López Obrador o al menos no en su mayor parte. Argentina, Brasil, o Europa no lo harán mejor. Y la excesiva dependencia que México experimenta con respecto a la economía estadounidense nos hace aun más vulnerables a las incertidumbres que desata el fenómeno Trump. Tampoco significa que la prometida Cuarta Transformación, la famosa 4T, quede anulada automáticamente, pero sí que los objetivos de su Gobierno tendrán que ser más cualitativos que cuantitativos. Si no puede aumentar el tamaño del pastel, al menos podría introducir algunos cambios en la manera en que este es repartido.
Después de todo, las distorsiones de la economía son de tal magnitud que el crecimiento de los últimos lustros, siempre por encima del crecimiento demográfico, no ha mejorado la condición de las clases medias y bajas en México. Solo ha provocado que la proporción de riqueza que termina en manos de las élites se haya exacerbado.
Para ponerlo en términos simples: México ha sido una vivienda con 10 habitantes en la que se han estado produciendo 12 panes, lo cual no está mal salvo que el reparto nunca ha sido parejo. Los tres vecinos que antes se apropiaban de cinco panes, ahora, con el crecimiento desigual de los últimos años, obtienen ocho. El resto de los habitantes, que antes tenía cinco panes ahora solo consigue cuatro, pese a la expansión de la panadería.
López Obrador había prometido ampliar la producción de panes y mejorar su distribución. Ahora está claro que lo de la ampliación quedará en espera de tiempos mejores. Pero eso no significa que no pueda hacer nada sobre la distribución. No estoy asumiendo que deba quitarle a los ricos para entregarle a los pobres. Vivimos en una sociedad de mercado y en un mundo globalizado en el que los experimentos socialistas y la estatización de la economía han resultado un fracaso, por decir lo menos. Pero es verdad que las distorsiones que indebidamente favorecen a las clases altas se originan en la corrupción y en la existencia de privilegios. Distorsiones que serían inaceptables en una sociedad moderna y razonablemente civilizada. López Obrador no tiene que convertirse en un líder radical y en una amenaza contra los ricos para sacar adelante una propuesta redistributiva. Basta con que lleve a cabo su ambicioso programa en contra de la corrupción, algo que muchos miembros de la iniciativa privada verían con buenos ojos.
Desde luego que la supresión de los privilegios afecta a los intereses creados. Pero la mayor parte del empresariado también está harto de la rebatinga que solo beneficia a los peces más gordos. En la medida en que el crecimiento será exiguo o nulo, los márgenes de operación de López Obrador serán estrechos. Y sin embargo, los tiempos de austeridad que se avecinan justifican de parte de todos la necesidad de una actitud más responsable y una mayor intolerancia frente la corrupción.
La recesión misma podría ser un contexto propicio para una alianza con el resto de los actores económicos: empresarios, sindicatos, contribuyentes, ciudadanos en general. Pero eso requeriría una narrativa más conciliadora por parte del presidente. La corrupción no tiene ideología, ni debería tener bandos. Chairos y fifís (jerga reciente para calificar a los pro y a los anti amloistas, respectivamente) están hartos por igual de los abusos y los excesos, de la incompetencia de tribunales, jueces y policías. Nadie quiere la impunidad que permite a un hotel de lujo apropiarse ilegalmente de una playa, pero tampoco que un grupo de vecinos inconformes paralice una autopista. Solo un presidente que pueda ostentarse como jefe de Estado puede representar esa aspiración colectiva. Hasta ahora López Obrador ha construido su proyecto político como una especie de confrontación entre “el pueblo” (los suyos) y “la sociedad civil” (los adversarios). Pero los tiempos duros que se avecinan tendrían que llevarle a hablar simplemente de “mexicanos”. Punto.
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