Tras el gatillazo Mueller, ¿llega la hora de la política?
Un análisis de la actualidad internacional a través de artículos publicados en medios globales seleccionados y comentados por la revista 'CTXT'
Al despertar del sueño, el ogro seguía ahí. En los veintiocho meses que han pasado desde que Donald Trump se alzase con la victoria en las elecciones presidenciales de 2016, un asunto ha dominado las noticias y el debate político estadounidense como ningún otro: la supuesta colusión entre el Kremlin y el magnate para llevar al segundo a la Casa Blanca. Semana tras semana, la “trama Rusa” o Russiagate copaba los informativos, las cuentas de Twitter, los blogs y las páginas de opinión más influyentes del país. La exposición obsesiva del supuesto complot cumplía una doble función para quienes se esforzaban en airearla: convertía en exótico el problema de la victoria de Trump, al tiempo que eximía de responsabilidad a los principales culpables: las élites mediáticas que se emborracharon con la audiencia que les proporcionaban sus bravuconadas en campaña y le entregaron horas de programación gratis sin poner en disputa el contenido xenófobo y mentiroso de su mensaje, y los mandatarios de un Partido Demócrata que jamás debió perder aquellas elecciones. “La culpa de todo la tuvieron los rusos” apenas escondía un: “La culpa de todo no la tuvimos nosotros”. Pero Trump es un fenómeno made in America, que refleja patologías perfectamente autóctonas.
Ni rastro de colusión. La publicación parcial del informe del fiscal especial Robert Mueller sobre su investigación acerca de la supuesta asociación criminal de Trump llegó como un jarro de agua fría a las filas de quienes habían alimentado la expectación ante el trabajo de Mueller. Es cierto que no se conoce el informe en su totalidad, y no lo es menos que lo que sí se conoce viene de alguien que es juez y parte interesada, ni más ni menos que William Barr, el Fiscal General de Trump, cuya principal cualificación para el cargo era su adhesión a una doctrina legal mágico-dictatorial, que niega la posibilidad misma de que el presidente pueda ser investigado por la comisión de un crimen perpetrado en el ejercicio del poder ejecutivo que le confiere la Constitución. Pero Barr, amigo personal de Mueller, cita fragmentos de la investigación demoledores para quienes lo apostaron casi todo al Russiagate. La oficina del fiscal especial “no ha probado que ningún miembro de la campaña de Trump conspirase o actuase en coordinación con el Gobierno ruso en las actividades de interferencia en las elecciones de este”.
Así lo cuenta en The Nation Aaron Maté, uno de los pocos escépticos del Russiagate desde el principio. “Los hallazgos del fiscal especial Mueller deberían dar por zanjada la teoría de la colusión que ha consumido a los medios mainstream y a la clase política durante más de dos años. La cuestión central de la investigación de Mueller era dilucidar si había algún tipo de conspiración entre el candidato Donald Trump y el Gobierno del presidente ruso Vladímir Putin para asegurarse su victoria sobre Hillary Clinton en 2016. Y después de una investigación exhaustiva dotada de amplios poderes fiscalizadores, Mueller la ha respondido”.
Para Maté, el resultado no es ninguna sorpresa. “Una y otra vez, las pruebas disponibles socavaban la teoría de la conspiración. Ninguno de los personajes que se nos presentaban como ‘agentes’ rusos o ‘intermediarios’ entre Trump y el Kremlin ese demostraban ser nada parecido. Ninguna de las mentiras que se descubría contando a Trump o sus aliados apuntaban hacia la colusión que las figuras mediáticas y políticas insistían en que se estaba escondiendo. Ninguno de los diversos pilares del Russiagate –la reunión en la Torre Trump de junio de 2016; las fantásticas aserciones del dossier Steele, las afirmaciones sin atribuir publicadas en los medios, como que varios miembros del equipo de campaña de Trump tuvieron ‘contactos reiterados con altos cargos del servicio de inteligencia ruso’– terminó por llevarnos a las pruebas incriminatorias”. El periodista tampoco exime de culpa a los miembros del aparato de seguridad nacional estadounidense, que dieron pábulo y aureola de respetabilidad a dichas teorías “motivados en parte por su desacuerdo con la postura pública de Trump de querer reducir las tensiones con Rusia”. “Nos deben una explicación”, sentencia.
El problema no es tanto la investigación en sí, que debía seguir su curso durante todo este tiempo y ha servido para arrojar más luz si cabe sobre los entresijos financieros y asociaciones objetables de Trump, veterano maestro del fraude y la bancarrota. Quedan otras investigaciones abiertas sobre el entorno del presidente, y el fiscal especial no ha descartado el cargo más probable: obstrucción a la justicia. Ni siquiera queda demasiada duda de que a Rusia no le interesaba que ganase las elecciones Hillary Clinton, que había prometido recrudecer el conflicto con la segunda potencia nuclear del planeta, ni de que algunos bots rusos tratasen de influir en las elecciones, por lo conocido hasta la fecha sin demasiada eficacia. Lo bochornoso es el espectáculo mediático de retransmitir al minuto una investigación de la que apenas se conocían detalles, diseccionando rumores y ventilando elucubraciones en lugar de indagar y analizar la información disponible. Tal es –ni más ni menos– la función del periodismo.
Como Maté, Matt Taibbi es uno de los pocos periodistas que llevan meses alertando del callejón sin salida al que conducían las tesis del Russiagate. Taibbi, principal adalid contemporáneo del periodismo muckracker, que marida la investigación con una actitud de combate ante los poderes políticos y económicos (su obra maestra sobre Goldman Sachs aparecerá en las antologías de periodismo narrativo y de investigación del Siglo XXI), dirige esta vez su colmillo a la mano que le da de comer. En un artículo en Rolling Stone, Taibbi recopila los mejores momentos de un relato sobrecalentado con aroma a guerra fría (menos uno de los dos imperios). Trump, así, aparece dibujado en titulares como un “agente ruso” (The Daily Beast) que iba a Helsinki no a una cumbre bilateral, sino a reunirse con el agente que le susurraba órdenes al oído (New York Magazine), como un pelele “vulnerable” ante los rusos (The New York Times).
“El uso extravagante del lenguaje de novelas de espías de ‘serie B’ durante este periodo va a resultar especialmente ridículo en los libros de historia dentro de algunas décadas”, apostilla Taibbi, que se forjó como periodista en Rusia, en la época en la que Estados Unidos intervenía directa y decisivamente en las elecciones para que su candidato, Boris Yeltsin, llegase al Kremlin. “Si uno alzaba la voz para protestar por que las alegaciones sobre la colusión entre Trump y el Kremlin no estaban probadas, y por que los periodistas debían ser más cuidadosos a la hora de verter acusaciones tan graves, la primera línea de respuesta (si no era acusarte de estar conchabado con Putin) solía ser una versión del: Cállate, no tienes ni idea de lo que Mueller sabe.
No hay mejor reflejo del absurdo fervor con el que el progresismo estadounidense se ha aferrado al clavo ardiendo del Russiagate que la conversión de Robert Mueller en un objeto de reverencia y fetiche. “El Mueller sabe se convirtió en la piedra angular de la fe de todos los reporteros que cubrían la investigación de la trama rusa”, escribe Taibbi. “Los periodistas se deleitaban con la idea de que no los mantuvieran al tanto, cediendo protagonismo entusiasmados al administrador impenetrable de los secretos nacionales, el Hombre de Estado a prueba de entrevistas. ¡No es como el bocazas de Trump, estamos hablando de Mueller! ¡Este hombre no nos cuenta nada!” Se patentaron juguetes de Mueller, salieron a la venta tazas que celebraban la hora de Mueller (“Mueller time!”), y los pósteres de San Robert Mueller, con aureola, cruz en el pecho y mirada perdida incluidos, se vendían como rosquillas. El prestigioso semanario The New Yorker proclamaba al fiscal general, de setenta y cuatro años y aspecto de empleado de sucursal bancaria, un icono del estilismo”.
La imagen de alguien del pedigrí rebelde y contestatario de Spike Lee presentándose a una entrevista con la CNN con una camiseta que clamaba “Que Dios Proteja a Robert Mueller” pasará a la historia como testamento de una élite ilustrada que perdió los papeles. Estamos hablando de Robert Mueller, militante republicano y exdirector del FBI.
Todo para esperar una revelación mesiánica que nunca llegó. Da igual que los sondeos sitúen a Trump como uno de los presidentes con menos apoyo de la historia; que su elusión (y sus condenas por evasión) fiscal esté perfectamente documentada, igual que sus lazos con personajes mafiosos y su irredenta corrupción empresarial; que trate el poder de manera patrimonial y haga alarde de nepotismo al situar a su yerno en cargos fundamentales para los intereses nacionales para los que no tiene la mínima cualificación; que haya traicionado casi todas sus promesas electorales. Era Russiagate o nada. Mueller knows. Y resulta que Mueller no sabía. “Trump no podría haber pedido un tema de campaña más jugoso,” concluye Taibbi, “ni una manera más fácil de defenderse diciendo que las ‘élites’ no respetan los deseos democráticos de los votantes de la América profunda. Es difícil imaginarse un escenario peor”, concluye Taibbi, que además pronostica que las empresas mediáticas no se bajarán del carro de la colusión, que tantos beneficios económicos les ha reportado. “¿Qué van a hacer ahora? ¿Volver a investigar y contar las noticias? Se puede casi palpar la profunda depresión de los ejecutivos de las cadenas ante la idea misma de hacer algo así. Han enseñado a sus audiencias a esperar bombazos. ¿Qué les venderán ahora?”
Trump respira tranquilo. Así lo cuenta en The New York Times Peter Baker, el redactor jefe para la Casa Blanca. “Para el presidente Trump, puede que el día de la entrega del informe Mueller fuera el mejor de su mandato”, escribe Baker. “La nube más oscura y ominosa que sobrevolaba su presidencia se despejó casi por completo el domingo con la comunicación de las conclusiones del fiscal especial, que cortan de lleno la amenaza de un juicio político y le dan un espaldarazo de cara a los últimos veintidós meses de su mandato”. El foco de atención, señala Baker, pasa a ser lo que está haciendo Trump con su poder, y no tanto cómo lo obtuvo. Y es que el Russiagate ha tenido una ventaja añadida para Trump: absorber gran parte de la atención y la tensión de la mayoría que se opone a él y sus políticas, y que estaba indefectiblemente enganchada al culebrón de rumores y mini escándalos, a la espera del éxtasis final.
También en el Times, el periodista Jonathan Martin apunta a una de las claves de la despresurización que puede traer consigo la conclusión de la investigación: la necesidad de que los rivales demócratas se posicionen en torno a medidas programáticas que pongan en claro su alternativa a Trump y los republicanos. “Esto puede suponer una decepción para algunos demócratas que creen que la interferencia de Rusia en favor de Trump en las elecciones de 2016 hace que su presidencia sea ilegítima. Pero ofrece al partido una oportunidad de sacarle del cargo utilizando métodos democráticos que serían mucho más difíciles de poner en duda, en lugar de la táctica del juicio político, que tantas divisiones causa”.
La buena noticia para los demócratas es que este despertar forzoso puede llegar a tiempo. En el albor de la precampaña para las elecciones de 2020, las bases del partido vienen empujando a sus líderes a dejar atrás las soluciones mágicas y los relatos fáciles para centrarse en políticas transformadoras concretas, como el ‘Green New Deal’, que propone un gran programa de inversiones estatales centrado en la regeneración del ecosistema y la transición ecológica, el fortalecimiento del derecho al voto de las minorías, la sanidad universal o la lucha antirracista y a favor de la reforma migratoria. Por surgir, en las últimas semanas han surgido incluso asomos de batalla en el terreno más inmutable de la política estadounidense: la política exterior belicista. Lo han hecho a través de la resolución, propuesta por Bernie Sanders y aprobada en el Senado, contra la participación estadounidense en la Guerra de Yemen y del verso suelto Ilhan Omar, decidida a cuestionar en sede parlamentaria el papel de Estados Unidos el mundo, desde Venezuela a Israel.
El Mueller Time se acabó. Quizá por fin sea la hora de la política.
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