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La ambición de la gasolina riega Tlahuelilpan

El robo de carburante forma parte del día a día del municipio mexicano en el que han muerto al menos 89 personas tras la explosión de una toma ilegal

Familiares de desaparecidos tras la explosión en Tlahuelilpan buscan información sobre sus seres queridos.

Tlahuelilpan dejó de ser Tlahuelilpan hace ya tiempo. En este pueblo, cuyo nombre deriva del náhuatl y significa "el lugar donde se riegan las tierras", el comercio le ganó la partida a la alfalfa y al maíz. En martes de mercado, el tianguis semanal llena de puestos y de olores las calles y de gente venida de toda la zona para hacer sus compras de la semana. Más recientemente el comercio municipal incorporó un nuevo producto, más de trastienda y que no se ve en las estanterías: la gasolina robada. Un secreto a voces que ha salido a la luz en su versión más macabra con la muerte el viernes de al menos 85 personas, debido al estallido de una toma clandestina.

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"Este pueblo no es huachicolero". Es un mantra que se repite entre los vecinos del lugar. No quieren ver su buen nombre asociado a la mancha negra de la venta de gasolina robada. Un delito, castigado con hasta 30 años de cárcel, que ha dominado la agenda pública y mediática mexicana desde que el presidente Andrés Manuel López Obrador le declaró la guerra. Coco Mesa es comerciante, como también lo son, asegura, sus vecinos: "Mira, ese señor se dedica a hacer cortinas y este que acabo de saludar tiene una tienda", explica. "¡Cómo van a saber mi esposo o mi hijo abrir un ducto!", exclama, como subrayando lo ridículo de la idea. Alrededor del 60% de la actividad económica de este municipio de 20.000 habitantes proviene del comercio; la agricultura y la ganadería no llegan al 20%, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi).

La puerta del garaje de Mesa luce un par de pegatinas con la cara del presidente. Ella apoya la cruzada contra el robo de combustible, que se ha disparado desde hace unos años hasta costar al erario público más de 60.000 millones de pesos, unos 3.000 millones de dólares, según cálculos del Gobierno. "La gasolina es de todos y además no pagan impuestos", defiende. Algo así opina Alfredo Figueroa. Su familia tiene una marisquería en el pueblo y él conduce una pipa, un camión cisterna de 60.000 litros con el que transporta gasolina desde la refinería de Tula, a unos kilómetros de Tlahuelilpan. "Es zona peligrosa, con mucho huachicol", dice sobre esta parte de Hidalgo, el segundo Estado del país con más tomas clandestinas de gasolina.

Pero el pueblo, no. ¿O sí? Todo son rumores dos días después de la tragedia, un domingo de niebla, con muchas persianas cerradas y gente que comenta lo sucedido. "Es como si están, pero no están", dice una vecina sobre la venta de combustible en el pueblo. Un carnicero del centro del pueblo estima que en los alrededores hay unos 70 locales, entre bodegas, talleres y casas particulares que participan en este negocio tan lucrativo: venden el litro de combustible a ocho pesos, menos de la mitad del precio de gasolinera. "Explotó hace dos o tres años", recuerda. "Todos lo saben y se benefician. La policía municipal y la estatal también". Su madre lo manda callar, no sea que alguien "agarre" a sus nietos.

El director de la policía municipal, Abelardo Hernández, asegura que el robo de combustible es un problema con el que lidian regularmente, pero defiende que informan siempre al Ministerio Público. La actuación de, en este caso, los militares ha centrado la polémica tras la tragedia. Un grupo de 25 avisó de la toma ilegal cuando la detectaron, dos horas antes de la explosión, según la versión oficial, aunque algunos militares, en condición de anonimato, aseguran que fue mucho antes. Desde entonces, hasta la detonación, ninguna autoridad ha aclarado cuándo llegaron los refuerzos; lo único que se sabe es que para ese momento la avalancha de gente era tan grande que se evitó cualquier conato de confrontación.

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Tras la fachada de pueblo comerciante, Mesa reconoce que hay algún lugar, casas alquiladas donde sí se vende. Pero es "gente de fuera", puntualiza. Aseguran que la mayoría de puntos de venta están a las afueras del municipio, medio escondidos. Con el despliegue del ejército ordenado por López Obrador desde finales de diciembre para vigilar los ductos, algunos han sido clausurados y otros mantienen un perfil bajo. "En el pueblo de al lado sí que hay más", dice su vecina Patricia Macías. Hace una semana un grupo de pobladores de Santa Ana de Ahuehuapan, a media hora de Tlahuelilpan, se enfrentó a una patrulla de 10 militares y los retuvo durante seis horas.

A pesar de que Tlahuelilpan y sus alrededores son un reducto de venta de combustible robado, la población no ha vivido zozobras de este calibre. El pueblo no es pobre, ni rico, ni muy violento. Está en la media. El 12% de la población vive en pobreza extrema, pero el Inegi apunta a un grado bajo de marginación social, un cómputo que engloba indicadores como el analfabetismo o el porcentaje de viviendas sin electricidad. Pero tiene un importante ducto que lo atraviesa y que, según Pemex, ya fue ordeñado en 10 ocasiones en los últimos tres meses. Una vaca lechera maldita.

El viernes, día de la tragedia, las noticias de una toma clandestina que bombeaba gasolina volaron entre los habitantes de Tlahuelilpan. Niños, jóvenes y mayores agarraron sus garrafas de varios litros para llevarse algo a casa. La mayoría no era ni huachicoleros ni se dedicaban al negocio de la venta; algunos quizás sí. "Les pudo la emoción. Yo iba a enviar a mi hijo para que llenara una garrafa", dice Mesa. El hijo de Lucía Daniel Islas, de 16 años, sí fue. Le animó un amigo a ir y agarró un garrafón de agua vacío, de 20 litros. Jonathan Calvo Martínez, de 27 años, era maestro en una escuela pública. También con un garrafón, tampoco con pintas de dedicarse al negocio. Con 20 litros no se monta. Tocan las campanas para misa de 10: el luto de Tlahuelilpan, un lugar donde la gasolina riega la tierra y, al final, la incendió.

EL CIBERCAFÉ DONDE SE IMPRIMEN CIENTOS DE CARTELES DE BÚSQUEDA

Dos días después de la tragedia, decenas de familiares de desaparecidos caminan por Tlahuelilpan con carteles de "Se busca" bajo el brazo. Son días inusuales para el cibercafé que está situado en la plaza Mayor, a unos pasos de la Iglesia. La mayoría de ordenadores están apagados, pero la impresora no para de imprimir los rostros de las víctimas del estallido que aún no han sido encontradas por sus parientes. Un familiar deletrea a José Alberto Bautista, el empleado del local, el nombre de la persona que busca. Más de 100 personas han pasado por este sitio desde el accidente. Todavía quedan decenas de cuerpos sin identificar y algunos heridos graves fueron trasladados a hospitales de Ciudad de México, a dos horas del pueblo. Reina Cervantes tiene la esperanza de encontrar a su hermano Isaac, de 26 años, entre estos últimos. En la mañana ha impreso cinco carteles; ahora vuelve a por otros tantos para distribuir por las calles circundantes.

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Sobre la firma

Jon Martín Cullell
Es redactor de la delegación de EL PAÍS en México desde 2018. Escribe principalmente sobre economía, energía y medio ambiente. Es licenciado en Ciencias Políticas por Sciences-Po París y máster de Periodismo en la Escuela UAM- El PAÍS.

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