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De mar a mar
Columna
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Brasil: cambio de ‘software’

Jair Bolsonaro inaugura su presidencia exhibiendo su inclinación reaccionaria

Carlos Pagni

Las acciones de Jair Bolsonaro desde que se instaló en el palacio de Planalto indican que sus primeras ofrendas a quienes lo respaldan serán ideológicas. En el terreno económico impera una llamativa improvisación. Solo el paso de los meses dejará saber si es verdad lo que apuntan algunos analistas: que durante este ciclo histórico muchas sociedades sacrificarán expectativas materiales en el altar de los impulsos emocionales y las consignas doctrinarias.

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Bolsonaro inauguró su presidencia exhibiendo su inclinación reaccionaria. Excluyó a lesbianas, gays, bisexuales y transexuales de los programas del Ministerio de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos. Transfirió a ese ministerio las reparaciones a las víctimas de la última dictadura, que estaban a cargo de Justicia. Encomendó a la Secretaría de Gobierno controlar las actividades de las ONG. Y decidió expurgar de los planes de estudio cualquier influencia del célebre pedagogo Paulo Freire. Una medida de misteriosa implementación.

Educación y política exterior son los dos campos del Gobierno de Bolsonaro en los que más visible es la influencia de Olavo de Carvalho. Se trata de un ideólogo ultraconservador, radicado desde hace años en los Estados Unidos, desde donde dicta un seminario on line, en el que promueve las ideas del inglés Roger Scrutton o del norteamericano Roger Kimball. Siempre se lo consideró un pensador marginal, hasta que, en las manifestaciones contra Dilma Rousseff del año 2013, aparecieron carteles con la leyenda Olavo tenía razón. Ahora se descubre que sus discípulos eran más de los que se le atribuían. Entre ellos, el hijo mayor de Bolsonaro, Eduardo. Por indicación de De Carvalho, un católico preconciliar, llegaron al Gabinete los ministros de Relaciones Exteriores, Ernesto Araujo, y de Educación, el colombiano Ricardo Vélez. El profesor Vélez proviene de academias militares. Araujo es un profesional de Itamaraty, la cancillería brasileña, que supo ocultar toda su vida el fervor nacionalista que manifestó en los últimos meses. Su principal mentor había sido, hasta ahora, su suegro: Luiz Felipe de Seixas Correa, un embajador tan destacado como convencional.

De Carvalho inspira un concepto central en Araujo: la existencia de una élite repudiable que, radicada en organismos internacionales, impone sus preferencias ideológicas en detrimento de la soberanía de los Estados Nacionales. Para explicar el fenómeno, los seguidores del nuevo presidente citan dos ejemplos. La crítica de dos funcionarios de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a la prisión de Lula da Silva y la amonestación a la política de Seguridad de Bolsonaro por parte de ejecutivos de la OEA. Esta globalofobia hermana al Gobierno de Bolsonaro con el de Donald Trump.

No es el único lazo familiar. El presidente brasileño insistió la semana pasada en trasladar la embajada de su país ante Israel desde Tel Aviv a Jerusalén. También admitió que, en un futuro indefinido, su alianza política con los Estados Unidos podría pasar al plano bélico. Cuando le preguntaron si ofrecería bases militares fuerzas norteamericanas, como Venezuela hizo con Rusia, respondió que no había que descartarlo. El secretario de Estado Mike Pompeo agradeció la oferta, con la misma imprecisión con que fue formulada. Los observadores regionales de estas manifestaciones no se inquietan demasiado. Las toman como señales de un coqueteo simbólico. Se preocupan más por una afirmación que Bolsonaro lanzó casi al pasar: "No queremos constituir un súper poder, pero sí aspiramos a la supremacía militar en la región".

Algunas de las afinidades del nuevo Gobierno brasileño con el de los Estados Unidos comienzan a tener efectos en la política internacional. Cuando Bolsonaro dijo que revisaría los compromisos asumidos por su país en el acuerdo climático de París, regaló a Emmanuel Macron una oportunidad para objetar el Tratado de Libre Comercio que negocia el Mercosur con la Unión Europea. El liberal Macron objeta ese acuerdo para proteger al sector agropecuario. Ahora puede excusarse en más simpáticas razones ambientales.

Bolsonaro alimentará estos debates, con los que Brasil abandona una diplomacia independiente de más de medio siglo, mientras se demoren las soluciones económicas. El mercado financiero sigue entusiasmado con él, a la espera del gran ajuste fiscal que prometió, basado en una reforma drástica al régimen de pensiones. Pero el presidente comenzó a mostrarse moderado en ese campo. Esa cautela provocó los primeros roces con su ministro de Hacienda, el ultraliberal Paulo Guedes.

Bolsonaro también aventuró, sin hablar antes con su equipo, un aumento de impuestos. Desató desautorizaciones inesperadas. El responsable del Tesoro, Marcos Cintra, dijo que "el presidente puede haberse equivocado". Y el jefe de la Casa Civil, Onix Lorenzoni, dijo que "el presidente se equivocó".

Es un enigma cuánto durará este sistema ensayo-error. Es un costo inevitable del experimento que decidió hacer el electorado brasileño. En palabras del sagaz economista Fabio Giambiagi: "Está pasando lo que ocurriría con un banco al que se le cambia el software un viernes. El lunes, al abrir las sucursales, se sabe si funciona o no. La política brasileña decidió un cambio de software".

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