El libro de la solidaridad (Los Cortijos de Lourdes, Caracas)
Es la hora para ponerse del lado de aquel periódico emblemático de Caracas, ‘El Nacional’, que durante años ha resistido los embates de la dictadura venezolana
Sé que hay reporteros carroñeros: “¿Qué sentiste cuando mataron a tu hijo?”. Sé que hay columnistas que van por ahí aniquilando prestigios. Tengo en mi colección tanto las películas que celebran el oficio como las sátiras que lo desnudan: tanto Todos los hombres del presidente como El gran carnaval. He visto esos portales amañados al servicio de algún poder, como fábricas de propaganda sucia, noticias falsas e investigaciones retorcidas, que lo dejan a uno sin fe en las salas de redacción. Tengo claro que hay periodistas que más bien parecen promotores de luchas en el lodo: no sé cómo será fuera de Colombia, pero aquí, en el empeño de sustituir la labor de los jueces, se ha vuelto común organizar debates en vivo y en directo entre contendores que se prestan a insultarse en el nombre del rating de los unos y los otros.
Pero este episodio de la historia, “el imperio contraataca” de Putin, de Trump, de Maduro –de la democracia reducida a fachada y deshonrada desde todos los flancos–, es el momento para dejar de lapidar, sin más, a “el periodismo”; es el momento para dejar de hablar de “los periodistas” como miembros de una raza de parásitos que hacen parte de la gran conspiración del poder: la masonería, el club Bilderberg, los Illuminati que nos tienen así. Es la hora para ponerse del lado de aquel periódico emblemático de Caracas, El Nacional, que durante años ha resistido los embates de la dictadura venezolana como resistiendo una invasión en su fuerte amurallado en la Avenida Principal de Los Cortijos, pero que acaba de anunciar que, luego de 75 años de historia, no se imprimirá más, no se verá más en las calles.
Es el momento para una solidaridad ruidosa: El Nacional, que va a continuar su tarea, como mejor pueda, en su página de internet www.el-nacional.com, era el último diario de circulación nacional que le quedaba a Venezuela, pero sigue siendo el último diario independiente. Y su doloroso caso, como la parábola de ese país arruinado por un puñado de chavistas caraduras que han devaluado incluso la palabra “pueblo”, debe invitar a la defensa de los principios democráticos de aquí allá. ¿Nos indigna el cierre de El Nacional? ¿Nos repugna el tono de Trump contra los medios? Pues que entonces nos subleve, de acá, la ley en ciernes que puede arruinar la televisión pública, la persecución de la derecha al noticiero Noticias Uno, el matoneo diario, en redes, a los periodistas que a diestra y siniestra encaran a los poderosos custodiados por ejércitos de trolls.
Servirle al desprestigio de “los periodistas”, así, sin nombres ni contextos, es ponerse del lado de los matones, de los desvalijadores de las democracias. Descreer de “el periodismo”, así, en abstracto, es tan peligroso como descreer de la ciencia. El horror empieza de ese modo: sumándose a una manada que ha emprendido una cruzada, contra “los medios”, contra “la izquierda”, contra el que sea, poniendo la fe ciega por encima de la solidaridad. El horror triunfa –y se propaga y se esparce porque ya no hay quien lo narre– con el cierre del último de los diarios independientes y con el éxodo de aquellos que le sobran al régimen. ¿Nos aterra el drama del millón de venezolanos que están viviendo en Colombia? Pues que entonces nos preocupe recibirlos en un país que le dé el pulso a la xenofobia, que entienda que “lo público” no es de los funcionarios de turno, que sepa que la prensa, gústennos o no, es un triunfo.
Que los venezolanos lleguen a un país que no tiene tiempo para las teorías de conspiración, ni para los bombarderos rusos, ni para las demás provocaciones de Maduro, porque está demasiado ocupado en la tarea de la democracia: la tarea de permitir y de contar todas las vidas.
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