Una nueva protesta de los ‘chalecos amarillos’ degenera en caos en París
Las fuerzas de seguridad detienen a más de 400 personas y dispersan a centenares de manifestantes en el Arco del Triunfo. Hay más de 130 heridos
Coches incendiados, un monumento nacional asaltado, enfrentamientos en varios puntos neurálgicos de París, un presidente desbordado y a 11.000 kilómetros de distancia, y una oposición comprometida por su apoyo a un movimiento de objetivos inciertos. Francia, país donde la tentación revolucionaria nunca está lejos y forma parte de la identidad como la bandera y el himno, flirtea con la crisis política. Los llamados chalecos amarillos desafiaron de nuevo ayer al Gobierno francés con una manifestación que terminó con desórdenes públicos graves, decenas de heridos y detenidos y una sensación de descontrol poco habitual en la capital francesa. El Ejecutivo se plantea declarar el estado de emergencia en el país en caso de que se repitan los incidentes, según ha declarado Benjamin Griveaux, portavoz del Gobierno a Reuters.
Emmanuel Macron, que se encontraba en Argentina en la cumbre del G20, afronta el momento más complicado de su mandato desde que ganó las elecciones en 2017. El presidente francés sigue sin encontrar la fórmula para desactivar una revuelta cuyo grito más extendido va contra él: “Macron, dimisión”. No sirvió de nada su discurso el martes con propuestas vagas para abordar la subida del precio del carburante. Aunque las protestas de los chalecos amarillos —la prenda fluorescente que debe estar en todos los vehículos— están lejos de ser masivas, dos de cada tres franceses las apoyan.
El movimiento empezó a gestarse en octubre, por medio de las redes sociales, como una queja por el precio del diésel, cuyas tasas no han dejado de aumentar hasta equiparse casi a la gasolina. No es una cuestión técnica. Para millones de franceses que viven en ciudades pequeñas y medianas, el coche es una herramienta de trabajo. Cada aumento —habrá otro en enero— supone una carga onerosa para automovilistas a los que les cuesta llegar a fin de mes. La finalidad medioambiental de las tasas —se trata de disuadir del uso de energía contaminante— no les convence. La ven como un agravio, una muestra más de la desconexión de la Francia de las ciudades globalizadas, la Francia donde el medio de transporte es el metro, la bicicleta (o hasta el patinete). En definitiva: la Francia de Macron.
Pero el movimiento ahora plantea un abanico de reivindicaciones variopintas, que van desde la bajada de todas las tasas hasta la dimisión del presidente. Desde hace dos semanas, lo chalecos amarillos no han dejado de bloquear, con distinta intensidad, rotondas y accesos viarios en todo el país. Por tercer sábado consecutivo, ayer también se manifestaron en París y otras ciudades. Y, por segundo sábado consecutivo, la violencia empañó las convocatorias.
Las autoridades habían decidido que, al contrario que el 24 de noviembre, restringirían el acceso a los Campos Elíseos, escenario de enfrentamientos la semana pasada. Para entrar en la avenida había que superar controles policiales. El resultado es que quedó casi vacía. Todo se concentró en las calles y avenidas de los alrededores y en la plaza Charles de Gaulle, donde se ubica el Arco del Triunfo, símbolo nacional de la República francesa. La batalla, con intensidad variable, se prolongó toda la jornada, desde las ocho de la mañana hasta el anochecer.
A mediodía la avenida Hoche, que desde el Arco del Triunfo conduce al señorial Parque Monceau, y las callejuelas que bordean los Campos Elíseos olían a gases lacrimógenos. Evacuados de la plaza de Charles de Gaulle a media mañana, los manifestantes regresaron por la tarde al mismo lugar. Llevaban máscaras y, la mayoría, chalecos amarillos. Por los suelos se veían los restos de los cartuchos de los gases. Alguien había escrito grafitis en el monumento: “Macron, dimisión” o “Por menos que esto hemos cortado cabezas”, se leía. “La voluntad declarada y asumida de atacar a nuestras fuerzas del orden, a los símbolos de nuestros países, son un insulto a la República”, dijo el ministro del Interior, Christophe Castaner. La tumba del soldado desconocido, bajo el arco, fue la única parte protegida.
Al caer la noche, varios vehículos ardieron en la avenida Kléber, que conduce a Charles de Gaulle, también conocida como place de l'Étoile. Hubo incendios en edificios y comercios vandalizados. No era el único punto de tensión, lo que agravó la impresión de caos. Un periodista de la cadena BFMTV vio a violentos armados con hachas. La policía habla también de martillos. Las televisiones proyectaban la imagen de una ciudad en guerra. La policía informó de que 412 personas fueron detenidas, de las que 378 permanecen bajo custodia policial. Hubo al menos 133 heridos, 23 de ellos agentes del orden.
Verdaderos responsables
El mensaje de Macron, hasta ahora, ha sido doble. Por un lado, dice comprender el malestar de los chalecos amarillos por la erosión del poder adquisitivo y las desigualdades sociales y territoriales. Del otro, se reafirma en sus reformas y se niega a ceder. El Gobierno cruza los dedos para que el movimiento se agote o que al menos la violencia acabe desacreditándolo. Los grafitis en el mismo Arco del Triunfo pueden entenderse como una forma de profanación de un símbolo republicano.
Toda la cuestión consiste en saber hasta qué punto son responsables los chalecos amarillos de los disturbios. La inmensa mayoría asistía a ellos entre atónita y asustada. Algunos de los chalecos amarillos y políticos que simpatizan con ellos denuncian a los violentos como grupos externos. Culpan al Gobierno de poner el foco en los violentos para demonizarlos a todos en su conjunto. El problema es que, al ser un movimiento tan heterogéneo y sin la organización propia de un sindicato o un partido, cualquier violento puede reclamar que forma parte de él. Para ser chaleco amarillo solo hace falta ponerse uno.
La oposición simpatiza con la revuelta
Políticos de todo color —excepto del partido de Macron— intentan cortejar a los chalecos amarillos. Destacan Marine Le Pen, presidenta del Reagrupamiento Nacional (heredero de la extrema derecha del Frente Nacional) y Jean-Luc Mélenchon, líder de la Francia Insumisa, el partido de la izquierda populista. Otro es Nicolas Dupont Aignan, líder de la derecha dura que en las últimas presidenciales se alió con Le Pen. Pero también el socialista François Hollande ha conversado con los activistas y ha expresado su simpatía.
Lo novedoso de este movimiento es su carácter espontáneo, sin programa, ni líder, ni dirección. Otra novedad son los mensajes antisistema, un “que se vayan todos” que apunta principalmente a Macron. En el pasado, las protestas sindicales, por muy duras que hayan sido en el pasado, nunca cuestionaron el sistema, al que los sindicatos pertenecen. Ahora sí, y algunos políticos del sistema se suben al carro. “Ante este engranaje de bloqueos y violencias, la única vía de salida es devolver la palabra a los franceses organizando un referéndum”, escribió en Twitter Laurent Waquiez, líder de Los Republicanos.
Al Gobierno francés también le gustaría hablar con los chalecos amarillos, pero le está resultando difícil. El viernes, el primer ministro, Édouard Philippe, invitó a una delegación a la sede gubernamental. Solo acudieron dos y uno de ellos se fue porque Philippe se negó a retransmitir la reunión en las redes sociales.
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