Jeff Sessions: el extremista al que Trump amó y odió
El ultraconservador fiscal general despedido por el presidente fue su gran aliado hasta que tuvo que inhibirse de la investigación de la trama rusa
La de Jeff Sessions, el fiscal general despedido por Trump un día después de las elecciones legislativas, es una muerte política anunciada. Una historia de amor que se tornó en odio. Cuando el magnate neoyorquino anunció su intención de convertirse en presidente, el entonces legislador por Alabama fue de los pocos en tomárselo en serio. Se convirtió en el primer senador que le brindó públicamente su apoyo.
Con un historial racista apenas disimulado, Sessions conectaba con la visión extremista del hoy presidente sobre la inmigración ilegal, y juntos dibujaron la política migratoria que llevó a Trump a la Casa Blanca. Premiado por el presidente con el cargo de fiscal general, la química entre ambos acabó degenerando en una de las relaciones más tóxicas entre un presidente y un alto cargo de la Administración que se recuerdan.
El motivo principal es la investigación de los vínculos de la campaña presidencial de Trump con Rusia, conducida en la actualidad por el fiscal especial Robert Mueller, de cuyo alcance el presidente no ha dudado en responsabilizar a la incompetencia de Sessions.
El desencuentro empezó cuando Sessions aceptó, en marzo de 2017, inhibirse en todas las investigaciones de la trama rusa, después de que se hiciera público que había ocultado al Senado sus reuniones con el embajador ruso en pleno ciberataque de Moscú contra el Partido Demócrata. Presionado por legisladores de uno y otro bando, de nada valió el apoyo inicial que le brindó el presidente. Su inhibición resultaba ineludible: como responsable del Departamento de Justicia y del FBI, su presencia podía condicionar las pesquisas.
Pero al inhibirse Sessions, la supervisión de la investigación del FBI sobre la trama rusa pasó a su segundo, Rod Rosenstein. En mayo de 2017 Trump despide a James Comey, director del FBI, entre otros motivos, dijo el presidente, por “la cosa rusa”. Y entonces Rosenstein decide, por considerar que el despido de Comey hace peligrar la independencia con la que debería proceder el FBI, encomendar la investigación rusa a un fiscal especial, Robert Mueller, que se convierte en la pesadilla del presidente.
Para Trump, la decisión de Sessions fue una traición. “Nunca debió inhibirse, y si iba a hacerlo debió haberme avisado antes de aceptar el trabajo”, dijo el presidente en una entrevista en The New York Times en julio de 2017. Trump le reprochó también que no abriera investigaciones sobre Hillary Clinton y otros demócratas, y que encomendara una sobre la gestión del FBI de la trama rusa a un cargo medio, en lugar de asumirla él mismo. El tono de las críticas fue elevándose con los meses, hasta incluir adjetivos como “muy débil” y “deshonroso”.
Sessions se defendió. “El Departamento de Justicia no será inadecuadamente influenciado por consideraciones políticas”, dijo. Intentó dimitir al menos en dos ocasiones. Trump, por su parte, llevaba meses diciendo que quería sustituirlo, pero su entorno le convenció de que hacerlo antes de las elecciones podría ser negativo para los republicanos. Trump esperó a los comicios. Al día siguiente, Sessions está en la calle.
Su legado en el Departamento de Justicia es el de un ultraconservador que luchó por deshacer políticas de Barack Obama, recomendó el endurecimiento de penas, puso en el limbo a los dreamers, los inmigrantes que llegaron al país de manera ilegal siendo menores de edad, y persiguió a los Estados que legalizaron la marihuana. Su dimisión ha disparado las acciones de compañías relacionadas con la comercialización de productos cannábicos.
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