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Errores sin fin en Ayotzinapa

La Fiscalía mexicana confundió a un maestro con un sicario acusado de la desaparición de los 43 estudiantes hace cuatro años, el último traspié de los investigadores

Wendoline del Ángel, esposa de Erick Sandoval, en su casa en Cocula.Vídeo: Foto | Video: Teresa de Miguel
Pablo Ferri

Erick y Wendoline dedicaron ese día a las compras. Tomaron un camión y viajaron de Cocula, su pueblo, a Iguala, poco más de media hora. "Íbamos por una despensa", explica Wendoline, es decir, por lo básico: arroz, aceite, frijoles... Hacia las tres de la tarde, con las compras hechas, caminaron de vuelta a la terminal de autobuses. Llegaron, se subieron al de Cocula y pocos minutos partieron. Aún no habían dejado Iguala cuando el celular de Wendy sonó. Era su mamá. "¿Dónde estás?", recuerda que le dijo. "En Iguala, ya vamos". "¿Viste lo de Erick?", preguntó la madre, "salió su nombre y su apodo en televisión. Ofrecen una recompensa". Wendy colgó. "No sé qué cara puse", dice la mujer, de 36 años. "Pasmada, yo creo", añade. Era el 6 de octubre de 2015.

La vida de esta familia se ha convertido poco a poco en un infierno. Desde ese día todo gira en torno al nombre de Erick, al apodo maldito de Erick, La Rana, a los presuntos delitos que Erick cometió. Y durante muchos meses, su existencia apuntó única y exclusivamente al anhelo desesperado de que no pasara lo que al final acabaría pasando, su detención. Erick, que en octubre cumple 36 años, vive en prisión desde el 12 de marzo de este año.

Poco han valido los llamados del ombudsman mexicano en favor de su liberación. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos, CNDH, investigó a Erick y descubrió que él no era La Rana, la persona que buscaba la fiscalía, a quien acusan de participar en la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en septiembre de 2014. Descubrió errores de bulto en la investigación oficial, confusiones con el nombre, la fisionomía, incluso con los tatuajes de uno y otro. Erick Sandoval Rodríguez, denuncian desde entonces que no debería estar en prisión. Y, sin embargo, lo está.

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En entrevista con EL PAÍS, el presidente de la CNDH, Luis Raúl González, se muestra muy crítico con la fiscalía. "Parece que Kafka se instaló en este proceso. Es lamentable que una instancia del estado como la PGR –Procuraduría General de la República, la fiscalía– exponga al estado en su conjunto a un reproche de carácter internacional".

Es el último traspié de la PGR en el caso Ayotzinapa. Desde la desaparición de los 43 estudiantes normalistas en Iguala en septiembre de 2014, no ha habido momento en que no se le censure o critique. Principal y fundamentalmente a partir del informe que presentó en noviembre de ese mismo año, la célebre "verdad histórica", que concluía que los jóvenes habían sido asesinados y posteriormente quemados en un basurero, precisamente en el municipio de Cocula.

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Las familias de los 43 rechazaron la tesis de la fiscalía, el grupo de investigadores que mandó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos rebatió sus conclusiones. Y con el tiempo trascendió además que la tortura se había erigido en el método interrogatorio favorito de los investigadores. En marzo, tres días después de la detención de Erick Sandoval en su casa de Cocula, la ONU presentó un informe en que denunciaba el uso de tortura contra al menos 34 sospechosos de haber participado en la desaparición de los 43.

Es tal el descrédito que el próximo presidente, Andrés Manuel López Obrador, ha anunciado la creación de una comisión de la verdad que trascienda el trabajo de la fiscalía y empiece de nuevo. Si la actual administración no saca a Erick de prisión, esa es su gran esperanza.

Aquel 6 de octubre de 2015, medios de comunicación de todo México informaron de que la fiscalía buscaba a Erick por la desaparición de los 43. Cuando Wendy le explicó todo aquello a su esposo en el camión que volvía a Cocula, él apenas se inmutó. "No nos lo podíamos creer", dice la mujer.

Todavía pasarían dos años, cinco meses y seis días hasta que fueron a buscarle. O hasta que lo encontraron. Aunque él, dice Wendy, nunca se movió de Cocula. Huir no era una opción, tienen dos hijos pequeños. Y además, añade, eso le habría hecho parecer sospechoso. Porque Erick siempre mantuvo su inocencia. Durante todo ese tiempo insistió en que no era a él a quien buscaban, sino otro, una rana distinta. Él era La Ranita, hijo de La Rana, nieto de El Sapo, de Atlixtac, municipio de Cocula. El Sapo, el apodo original, tenía que ver con el color de piel del abuelo, oscuro. Igual había otra rana, esa era su esperanza. "Aquella noche, la de los 43, estuvimos vendiendo micheladas en la puerta de casa", explica Wendy, "pensábamos que buscaban un homónimo y no a Erick", añade. Y así pensaron hasta la noche del 8 de octubre de 2017.

La teoría del homónimo

La casa de los padres de Erick es una vivienda humilde de una planta. Una gran terraza cubierta da a un jardín tan exuberante como descuidado. Su madre, Carmen Rodríguez, se disculpa: "No he tenido tiempo de cuidarlo". Al fondo se ve un vocho. Una gran mata de calabazas trepa por la chapa oxidada de la cajuela.

La vida de Carmen cambió desde que su hijo salió por televisión. En los meses siguientes se hicieron frecuentes los viajes a Ciudad de México a hablar con su abogado. Ella y su esposo fueron con él a la fiscalía, a tratar de hacer entender a los investigadores que había un error. Incluso le llevaron documentación laboral de Erick, para que vieran que había trabajado durante años de maestro de educación física para el Gobierno de Guerrero.

Para Erick, la vida se había ido reduciendo progresivamente a los límites de Cocula. Casi, casi que a las cuatro paredes de su casa. No quería salir del municipio por miedo a que le pararan en un retén y le pidieran sus papeles. No quería pedir trabajo por lo mismo. Se ganó la vida como pudo, haciendo piñatas y manualidades de papel picado; o vistiéndose de botarga. Incluso, unas navidades, se disfrazó de Santa Claus. Aunque la mayor parte del tiempo se dedicaba a ayudar a su esposa con las cenas que vendían en la puerta de casa.

Los meses pasaron y crecía la esperanza de que la acusación se deshiciera, pero justo a los dos años de que el nombre de Erick apareciera por primera vez en televisión, la frágil tranquilidad de la familia Sandoval voló por los aires.

Fue la tarde del 8 de octubre de 2017. Carmen estaba platicando con su esposo. Froylán acababa de volver de Arkansas, donde trabaja por temporadas. 32 horas de autobús. Se acomodaron en la puerta de la casa. Iris, hija de ambos, y sus dos nietos estaban dentro viendo Peppa The Pig en la televisión. A eso de las 19.00, Carmen y Froylán vieron varias camionetas acercándose, todas juntas. Se metieron en la casa y unos minutos más tarde, decenas de policías irrumpieron, los cañones de sus armas apuntándoles.

Revisaron todo: cajones, estanterías, los cuartos. Vieron una foto de Erick cuando jugaba en el club de fútbol Atlixtac. "¿Cuál es él?", preguntaron. Erick aparece en la fila de los agachados, los ojos achinados, como si le diera el sol de frente. Los policías tomaron fotos de esa imagen y de otras. Se llevaron los celulares de todos, incluso la tablet de la hija de Iris, que entonces tenía 11 años.

Al día siguiente, Carmen y Froylán fueron a casa de Erick y Wendy, a diez minutos en coche de la suya. Les contaron. Erick se asustó. Pensaba que igual ya se habían dado cuenta de su error. Pero aquella irrupción en casa de sus papás le hizo ver que no. Es más, destruyó la teoría del homónimo. La fiscalía no buscaba a nadie con el mismo nombre. Le buscaban a él.

Esa misma semana, sus padres volvieron con el abogado de Ciudad de México. Acudieron de nuevo a la fiscalía. Solo les pedían que investigaran bien. Se comprometieron incluso a traer a Erick para declarar si les prometían que no lo detendrían. Y los investigadores se mostraron conformes: lo estudiarían y les avisaban. Pero no hubo respuesta. Luego llegó el 12 de marzo y de nuevo las camionetas, los policías con la cara cubierta, las armas.

Wendy cuenta que fue como a las 2.45 de la mañana. Estaban todos dormidos, ellos dos y en la cama de al lado, en el mismo cuarto, sus dos hijos. El ruido que hicieron los policías al abrir la puerta les despertó. La casa de su papá, en la que viven, tiene salida a dos calles. Una de las puertas está en su cuarto. El susto, cuenta Wendy, fue tremendo y cuando quisieron darse cuenta, ya había decenas de policías en la pieza, con el cañón preparado. "Registraron todo, buscaban la credencial de Erick", cuenta.

A los diez minutos, sacaron a Erick de la casa, a rastras, en ropa interior. Se lo llevaron y lo metieron en la cárcel. Ahí sigue, seis meses y trece días después, pese a todas las pruebas que evidencian su inocencia. La fiscalía de momento, calla.

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Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).

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