Uribe y Lula
La peripecia penal de Uribe impacta con mucha fuerza sobre la política colombiana
La peripecia de Álvaro Uribe vuelve a demostrar que Colombia es el reino del realismo mágico. El expresidente inició, en 2012, una acción penal contra el senador Iván Cepeda. Le acusaba de manipular testigos para demostrar que, siendo gobernador de Antioquia, él había colaborado con su hermano, Santiago Uribe, en la supuesta organización de una banda de paramilitares destinada a enfrentar a la guerrilla de las FARC. Pero la Corte Suprema colombiana llegó a otras conclusiones. Determinó que las imputaciones de Uribe eran falsas y que, al revés, había sido él quien presionó a los que declararon contra Cepeda.
El máximo tribunal penal citó a Uribe a indagatoria. Días después, él renunció a su banca como senador. Se interpretó que lo hizo para evitar que lo juzgue la Corte y lo haga, en cambio, la Justicia ordinaria, que le sería más favorable. Él lo niega. Esta cuestión abrirá una controversia que tal vez deba despejar la Corte Constitucional.
La peripecia penal de Uribe impacta con mucha fuerza sobre la política colombiana. En especial, sobre el futuro Gobierno de su ahijado Iván Duque. Uno de los dilemas que el presidente electo debe resolver es cómo ganar autonomía respecto de Uribe, sin desairarle. La citación de la Corte obligó a Duque a respaldar a su mentor. Pero fue muy equilibrado. Defendió la honorabilidad de su amigo, pero también se manifestó respetuoso de las instituciones que lo juzgan. Una posición distante de muchos dirigentes de su partido, que alegan una persecución facciosa.
A esa dificultad simbólica se le agrega otra, de carácter político. Como tantos otros candidatos latinoamericanos, Duque llegó al poder presentándose como alguien ajeno al sistema de partidos. Se postuló como independiente. Nada que sorprenda: el partido del actual presidente, Juan Manuel Santos, no pudo postular a nadie. Y la candidatura liberal de Humberto de la Calle, fracasó. Sin embargo, las fuerzas clásicas de la política colombiana, a pesar de su escaso encanto electoral, siguen teniendo bancadas importantes en el Congreso.
Uribe iba a ser quien, en nombre de Duque, negociaría con ese aparato parlamentario. Ahora ese rol, delicadísimo, quedó vacante. El programa legislativo de la nueva presidencia debe reorientarse. Ni siquiera hay un garante de la unidad del bloque oficialista. Contra lo que prometía su discurso electoral, Duque dependerá de los partidos mucho más de lo previsto. Una excelente noticia para Gustavo Petro, el rival al que derrotó en segunda vuelta, que prometió destinar los próximos cuatro años a disputar el poder a esa “oligarquía tradicional”.
La defensa de Uribe, más política que jurídica, pone también en primer plano una peculiaridad regional. Uribe denuncia que la Corte fue obediente a una conspiración mediático judicial orquestada, en la penumbra, por su antiguo ministro de Defensa, el presidente Santos. El reproche es interesante. Parece el eco de acusaciones similares: la argentina Cristina Fernández de Kirchner y el ecuatoriano Rafael Correa repiten, desde la izquierda, la misma recriminación. El caso más notorio, y el que más comparaciones sugiere con el de Uribe, es el de Lula da Silva. Sobre el expresidente, que es el político con mayor intención de voto de Brasil, pesa un procesamiento que le impide competir por la presidencia. Lula, como Uribe, se queja de un acoso mediático judicial. Para resolverlo propuso un procedimiento insólito: un debate televisado con los jueces.
Las limitaciones que la Justicia independiente y la prensa libre suponen para el juego del poder son el eje principal de una controversia que afecta a sociedades cada vez más polarizadas. El caso de Uribe agrega una pincelada a ese cuadro preocupante. Puede discutirse, según la situación de cada país, si la justicia está politizada. Lo que es evidente, y en muchísimos casos saludable, es que en América Latina la política está judicializada. El fenómeno se explica por la poca transparencia de la vida pública. Que la disputa por el poder esté tan determinada por los tribunales es un síntoma inocultable de la gran crisis que atraviesa el sistema democrático en la región.
Tampoco conviene caer en un optimismo ingenuo. Ese saneamiento institucional está planteando desafíos delicados a la representación política. Con la renuncia de Uribe, si es aceptada, el Senado colombiano perderá a una de las figuras más legitimadas por el electorado del país. Lo mismo sucede en Brasil con la exclusión de Lula da Silva de la carrera por la presidencia. En la Argentina podría ocurrir algo parecido, si no fuera porque los senadores peronistas resolvieron no despojar de sus fueros a Fernández de Kirchner. Ella tiene alrededor de un 30% de intención de voto. La razón penal entra en conflicto con la razón electoral. Y esa contradicción, que exalta el principio de igualdad ante la ley, es también un reto que debe superar la cultura democrática en América Latina.
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