La antidiplomacia de Trump eleva la inestabilidad mundial
Contra todos y respecto a todo, el presidente de EE UU ha convertido la intimidación en el sistema de relaciones exteriores de su país. Solo Putin parece exento
“Eres un líder muy ineficaz, has tomado una decisión absolutamente terrible”. Podría escribirse esta frase como una declaración más de las realizadas por Donald Trump esta semana durante su viaje a Bruselas y Reino Unido y a nadie le chirriaría. Corresponde, en realidad, a un episodio de The Apprentice, el concurso de telerrealidad que el presidente de Estados Unidos presentó durante 14 temporadas y que popularizó con las reprimendas a los aspirantes. Cuando Trump pasea por las cumbres y reuniones de líderes, no hay un hombre distinto del de aquel programa, salvo que los exabruptos lanzados a algunos líderes democráticos resultan más duros que la mayoría de invectivas a aquellos concursantes.
En junio, Trump abandonó la cumbre del G7 acusando a los aliados de “robar” a EE UU y llamando públicamente débil, dócil, blando y deshonesto a su supuesto socio, vecino y aliado, el primer ministro canadiense, Justin Trudeau, por la disputa comercial. Cuando el mundo parecía ya preparado para los modales del mandatario estadounidense, su paso por Bruselas y Londres ha causado otra conmoción. Llegó a la cumbre de la OTAN como una apisonadora, acusando a Alemania ante las cámaras de televisión de ser cautiva de Rusia por su dependencia energética. Forzó a cambiar el guion de las reuniones para centrarlas en su exigencia de aumento de gasto en defensa y amenazó con romper la alianza.
Aterrizado en Reino Unido para reunirse con Theresa May, no tuvo reparos en humillar a la primera ministra británica, justo en un momento de gran vulnerabilidad para ella, con una entrevista incendiaria en The Sun, en la que atacaba su plan de Brexit y resaltaba que Boris Johnson, el exministro recién dimitido, sería “un gran primer ministro” porque “tiene lo que hay que tener”.
Michael Bitzer, profesor de Políticas e Historia del Catawba College (Carolina del Norte), no encuentra ningún precedente reciente para esta actitud. También los predecesores de Trump, el demócrata Barack Obama o el republicano George W. Bush, reclamaban a sus aliados de la OTAN un incremento del gasto en defensa, “pero no con este nivel de confrontación”. Trump ha roto todos los códigos de la diplomacia, pero el ciclón no ha arrasado solo las formas: aborda la defensa como el comercio internacional, como un juego de suma cero, y no distingue entre aliados o enemigos. La guerra comercial abierta por el líder de la mayor potencia mundial y sus titubeos respecto a una alianza atlántica que lleva en vigor 70 años ponen en jaque la estabilidad política y económica de países aliados.
Los presidentes de EE UU han solido disfrutar la política exterior. “Es el área en el que gozan de más margen personal. En ningún otro ámbito se siente tanto la gloria, la pompa y el poder de la presidencia. Todos los presidentes quedan cautivados por esa posesión única de poder, de acceso a información que nadie más tiene”, explicaba Zbigniew Brzezinski, que fue consejero de Seguridad Nacional de Jimmy Carter y falleció hace un año, en su libro Second chance (2007). Y ese influjo, decía, provoca en ellos el deseo de convertirse “en un hombre de Estado global, en concreto, en el hombre de Estado preeminente”.
Obama resulta uno de los ejemplos más evidentes de ese embelesamiento por la arena internacional que describe Brzezinski. Para el demócrata, adorado por los aliados fuera y asediado por la oposición republicana en casa, las cumbres tenían un efecto balsámico, una oportunidad de autoafirmación única.
Tono agresivo
Trump no busca aplausos de sus aliados en esas citas, pero sí autoafirmación. Y no rechaza el liderazgo global, sino que lo entiende a través de la ofensiva. Esta semana, mientras los think tanks de Washington se llevaban las manos a la cabeza y republicanos como el senador John McCain, excandidato presidencial y héroe de guerra, cargaban contra su presidente, el magnate neoyorquino exhibía a sus votantes una secuencia única. Tratando de convencer a Trump, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, destacó que los 28 socios de EE UU han incrementado su gasto militar en 40.000 millones de dólares (unos 34.220 millones de euros) en el último año, de modo que el desigual reparto de cargas se va equilibrando. El estadounidense preguntó por qué había ocurrido y Stoltenberg respondió: “Gracias a su liderazgo”. Los 29 socios reforzaron su compromiso de llegar al 2% con relación a su PIB para 2024, lo que no representa ninguna novedad, pero Trump lo presentó como su triunfo: “Ayer les dije que estaba muy descontento con lo que estaba pasando y han reforzado su compromiso sustancialmente”.
Damon Wilson, vicepresidente ejecutivo del Atlantic Council, describe en un artículo la actuación de Trump como eso precisamente, una actuación, “un drama producido”. “Tú fabricas la crisis y el drama, creas tensión con los personajes, y entonces te lanzas a solucionarlo”, dice. “Hemos sido líderes de esta alianza [LA OTAN]por inspiración”, añade, ahora por “intimidación”.
“Trump está articulando algunas críticas justas a la OTAN, especialmente con relación a los presupuestos europeos, pero su tono agresivo y su pobre entendimiento de los asuntos que les atañen asustan a sus aliados. Hay también un miedo muy arraigado a que, en última instancia, Trump favorezca a Vladímir Putin frente a los líderes de la Alianza, y esta sospecha está envenenando la política en la organización”, opina Richard Gowan, del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.
La política de EE UU respecto a Rusia vive dos realidades paralelas. Por un lado, los servicios de inteligencia acusan al Kremlin de haber orquestado una campaña de propaganda y ciberataques en las elecciones presidenciales de 2016 con el fin de favorecer la victoria de Trump. La Justicia estadounidense ha imputado ya a 25 ciudadanos rusos por ello.
La nueva estrategia de Seguridad Nacional, además, recupera el lenguaje de rivalidad de la Guerra Fría y señala a Moscú y Pekín como enemigos de la prosperidad estadounidense. Y como guinda, el pasado marzo expulsó a 60 diplomáticos por el caso del espía envenenado en Reino Unido. Pero en la otra realidad habita el presidente del país que ha hecho todo esto, Trump, quien sorprendentemente jamás critica a Putin, ni por la injerencia electoral —que ha acabado admitiendo a regañadientes, si bien rechaza efecto alguno en su victoria en 2016— ni por la ocupación ilegal de Crimea. Semejante discreción en quien ha hecho de la confrontación un modo de diplomacia desconcierta en ambos lados del Atlántico. El tono de la reunión de ambos líderes mañana en Helsinki será una interesante comparación con el mantenido esta semana con los aliados.
En la víspera del G7 de junio, al presidente francés, Emmanuel Macron, le preguntaron qué le parecía que al presidente de EE UU no le importase quedar aislado. “Dice que no le importa quedarse solo, quizá, pero nadie es eterno”, respondió. Parece haber asumido que a Europa, con Trump, lo mejor que le puede pasar es el tiempo.
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