El fraude del carrusel
Una vez el residual Gobierno de Theresa May ha definido sus deseos de futuro, Bruselas seguirá poniendo a Londres frente a su propio espejo
El paper de este jueves confirma y desarrolla los oscuros presagios horneados en el cónclave de Chequers de hace una semana. Contiene elementos venenosos, pero empaquetados con retórica elegante. Parecería destinado a desafiar a la otra parte (los 27), a que sea ella quien rompa y peche con la carga de la prueba. Pero eso no sucederá. No habrá conflagración. Ni estrépito. Una vez el residual Gobierno de Theresa May ha definido sus deseos de futuro, que es lo que se le exigía al pródigo, Bruselas seguirá poniendo a Londres frente a su propio espejo.
O sea, que reclamará aclaraciones y detalles, escribirá sugerencias en apariencia minimalistas, pero de hondo calado, para que los anglosajones adecúen sus propuestas al imperio de la ley comunitaria. Menuda es la Comisión, heredera de consuno de la raigambre democristiana del más hábil vaticanismo, y del afilado cálculo de interés del liberalismo aderezado de socialdemocracia.
¿Elementos venenosos?
El peor es el enfoque general del documento. No sigue el principio de globalizar ventajas y desventajas en un paquete equilibrado para la futura relación Reino Unido-Unión Europea (UE), sino los de seleccionar solo los factores de sus conveniencias en la relación y desechar los incómodos, (pick and choose); o remover las cerezas y quedarse las dulces (cherry picking). Así, busca el acceso al continente europeo de todas las mercancías británicas, en un 96% del total sin arancel ninguno, como si Reino Unido siguiese en el Mercado Interior. Una forma de aspirar a mantener vinculado al Ulster, y a no auto-desahuciarse de las cadenas de producción industrial (automoción...) europeas.
También pretende un trato de casi-Mercado Interior europeo para los productos agroalimentarios (exporta a la Unión el 65% de todas sus ventas exteriores). Pero no lo ofrece, a la inversa, en pesca, donde sus reservas son enormes, y hará pasar por negociaciones caudinas a quienes aspiren a seguir faenando en sus aguas: hoy los pescadores británicos capturan ahí 90.000 toneladas/año y los europeos, 760.000: estos sudarán sangre.
Por culpa de esos desequilibrios, May se ve obligada a renunciar al apetecible pasaporte europeo para su banca y servicios financieros: arriesga la pérdida de capitalidad de la City, y su inquina.
Lo segundo peor es que el concepto del Mercado Interior que supura el texto es erróneamente instrumental. Esta realización no es sino el perfeccionamiento —desde 1992/95— del Mercado Común, al que añadió la eliminación de barreras invisibles, en parte gracias a la excelente labor del británico lord Cockfield. Parece un detalle menor, pero es que sobre él se edifica toda la arquitectura económica de la Unión. Una de las barreras más genuinas, perversas e ilustrativas ocasionaba el fraude del carrusel.
Cuando Jacques Delors ultimaba la actual Europa sin fronteras (internas), hubo que adecuar los distintos modelos del Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA) para evitar el fraccionamiento de ese mercado, con trampas. Para conseguir que fuera único, se instituyó el IVA/cero. Cuando una empresa realiza una venta intracomunitaria —dentro de la UE— se le devuelve el IVA, soporta un impuesto cero, sometido a control cero. Pero si median controles fronterizos, resquicios de aduanas, se corre el peligro de que cada vez que hay una transacción se produzca una devolución (o varias, si se trata de una mercancía compleja).
Las idas y vueltas de este mecanismo se bautizaron con el apelativo del fraude del carrusel. A la transacción ilícita se prestaban mejor las mercancías de escaso peso/volumen y alto valor añadido: millones de operaciones diarias. Ese fraude se ejecutaba mediante sociedades ficticias, documentos falseados y connivencias fronterizas. Con los años decayó. Pero si ahora se introduce un doble y complejo filtro aduanero —como propone Londres—, el riesgo de reactivar el fraude es real. Decaería así todo lo construido desde los noventa.
Además de este obstáculo técnico (los riesgos del abuso masivo) para el Mercado Interior y la Unión Auanera, aflora otro, político. A la UE le sería indigerible que un país tercero controlase y recaudase en casa, en su nombre, los derechos de aduanas por la aplicación de la tarifa exterior común. Es una cuestión de principio. Europa también quiere ser soberana en la recaudación de sus propios impuestos exteriores (aranceles).
Si a esos problemas se le añade que, como se ha dicho, el acceso del Reino Unido al Mercado Interior europeo que pretende May, sea limitado —mercancías y productos agrícolas—; incompleto —sin servicios—; y cojo —de las cuatro libertades, que amplían la de circulación de mercancías a los servicios, capitales y personas, se verifica cómo la adolescente ensoñación brexitera deviene roma.
¿Por qué? ¿Porque los europeos pretendan imponer su ley, cual nuevos napoleones? No. Porque ésta está más acreditada durante años que un haz de normas dispersas. Opera sobre el principio de universalidad: una persona, igual que un bolígrafo, que un dictamen jurídico o que un fondo de inversiones tiene la misma capacidad de moverse en el espacio común.
Esta simultaneidad de las cuatro libertades es nuclear. Cuando se dejó que unos elementos circulasen con libertad y otros no; por ejemplo, cuando se dio libertad absoluta a los capitales sin —a un tiempo— establecer una fiscalidad armonizada, esa libertad desequilibró el conjunto antes armónico. Desencadenó una carrera de impuestos a la baja —hacia la desfiscalización del dinero—, y por ende, erosionó la financiación suficiente del Estado del bienestar, cuya factura la pagaban en buena parte precisamente los hoy declinantes impuestos sobre el capital.
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