Un quemadero de pontífices
Pese a las denuncias y las pruebas, los papas han ignorado los casos de pederastia en el seno de la iglesia hasta que han amenazado su pontificado
Un mal no es un mal para quien no lo siente. Les ocurrió a Juan Pablo II y Benedicto XVI. Hasta que no les cayó el pedrisco de la pederastia sobre sus cabezas, no fueron conscientes de las desgracias y el desprestigio que estremecían a la Iglesia romana. No fue hasta 2002 que el pontífice polaco, en babia pese a su formidable afición a viajar, escuchó las alarmas. Hasta entonces, había despreciado las denuncias porque, en su opinión, pretendían desprestigiar a su iglesia. Algunos de sus portavoces llegaron a decir que la difusión de los casos de abusos en Estados Unidos era una venganza del presidente George W. Bush por haber criticado el papa polaco la guerra de Irak.
Si Juan Pablo II se alarmó fue porque, de pronto, los casos de pederastia empezaron a amenazar las finanzas de la organización, muy rica para pagar campañas contra el aborto o la eutanasia, por ejemplo, pero pobre para indemnizar a las víctimas en cumplimiento de condenas judiciales inapelables. La llamada a Roma de los cardenales estadounidenses en apuros, en su mayoría encubridores, no acalló el escándalo ni escarmentó a los principales jerarcas.
Por entonces, se conocieron comportamientos desastrosos. Por ejemplo, el cardenal colombiano Darío Castrillón, prefecto de la Pontificia Congregación del Clero, había mandado en 2001 una carta de felicitación a un obispo francés que había ocultado de la justicia a un cura pederasta. “Estoy encantado de tener un compañero que habría preferido la cárcel antes que denunciar a un sacerdote", le decía. En la misma fecha, el también cardenal Tarcisio Bertone, número dos del Vaticano, relacionaba pederastia y homosexualidad; el español Antonio Cañizares afirmó que peor que los abusos sexuales de eclesiásticos a menores era la legalización del aborto, y se supo entonces que el todopoderoso prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Josep Ratzinger, hoy papa emérito, había enviado una circular a los obispos ordenándoles que los casos de abusos a menores por clérigos de toda condición quedaban centralizados en dicha congregación. Cuando la ropa sucia de los abusos empezó a salirle por la ventana, se vio obligado a llamar a capítulo a los obispos de Irlanda, encubridores de hasta 25.000 abusos. Son los casos más clamorosos, pero hay muchos más, también en España. Ahora mismo, en Australia, el número tres de la curia de Francisco, el cardenal George Pell, jefe de las finanzas de la (autollamada) Santa Sede, se sienta en el banquillo en su país, acusado él mismo de abusador de menores.
Francisco debería haber escarmentado en la cabeza de sus predecesores, pero se comportó de la misma manera cuando llegaron a su mesa desde Chile 2.500 páginas denunciando incontables episodios de pederastia encubiertos por algunos jerarcas de su confianza. Peor aún. Cuando se dio cuenta de que el escándalo podía amargarle el viaje por ese país respondió con exabruptos a la periodista que quiso saber. Que me traigan “pruebas”, dijo con impertinencia. Tuvo que matizarse en el avión que le regresaba a Roma, ante toda la prensa. Lo puso peor. En lugar de “pruebas debí decir evidencias”, dijo. Sutilezas de mal teólogo. Esta semana se reúne con los obispos chilenos llamados a capítulo al Vaticano. ¿Rodarán cabezas? Demasiado tarde. El quemadero de la pederastia amenaza ya todo el pontificado del jesuita argentino.
Nadie, ni siquiera un papa como Francisco, tan encantado de la papolatría al uso, sale indemne de un escándalo de estas dimensiones. Ayer mismo, la agencia Associated Press informaba desde Chile de que un miembro de los hermanos maristas violó a 14 chicos en dos colegios. La congregación tardó siete años en señalar al abusador y la justicia ha tenido que superar incontables obstáculos para encausarle, también durante años. Ocurrió antes con el fundador de los Legionarios de Cristo, el mexicano Marcial Maciel, protegido por Juan Pablo II, que lo presentó como “ejemplo para la juventud” cuando eran notorias sus tropelías, y ha vuelto a suceder hace apenas dos años con el peruano Luis Fernando Figari, fundador de los sodalicio, castigado por fin, después de saberse de sobra que era otro crápula del tamaño de Maciel.
La llamada a capítulo de los obispos chilenos tiene la atención mundial. “Estamos en una emergencia espiritual”, ha dicho su portavoz. Siguen viendo la pederastia como un pecado. Es un delito. Se dice que van a recibir una reprimenda de Francisco, pero es la credibilidad y el prestigio del Papa los que están comprometidos. Como sus predecesores, despreció a las víctimas y aceptó como verdaderas las falsas informaciones que le dieron dos cardenales y su embajador en Chile.
“Somos pastores, no policías”, se disculpan los jerarcas católicos. “Si no podemos ser castos, al menos seamos cautos”, aconsejaban a veces, con una de las ironías del simpático cura rural de George Bernanos. Ese fue el espíritu con que se ha amparado a clérigos delincuentes. Achacar los escándalos a campañas de los enemigos de la Iglesia fue, por cierto, la tesis de Ratzinger durante una visita, en noviembre de 2002, a la Universidad Católica de Murcia. “Estoy convencido de que la presencia mediática constante de los pecados de los sacerdotes católicos es una campaña planeada, puesto que el porcentaje de esos escándalos no es más alto que en otras categorías profesionales, e incluso es menor". Así proclamó. Como suele decirse, si el prior se va de farra, qué no hará la comunidad.
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