Alemania despide al cardenal Karl Lehmann, líder de los obispos católicos durante 21 años
Lehmann se enfrentó a Ratzinger y fue "castigado" por Juan Pablo II sin el capelo cardenalicio hasta 2001
La catedral de Maguncia ha sido escenario esta mañana de un multitudinario funeral en honor del cardenal Karl Lehmann, su obispo entre 1983 y 2016 y la figura más relevante del cristianismo romano en Alemania en el último tercio del siglo XX y en este siglo, no solo como presidente de su Conferencia Episcopal durante 21 años (de 1987 a 2008), sino por su autoridad intelectual y moral en los más diversos campos de la vida política, social y cultural. En palabras de la canciller Angela Merkel nada más enterarse del fallecimiento del prelado a los 81 años, el pasado día 11, “fue una de las figuras más prominentes de la Iglesia en todo el mundo”. Luterana e hija de un párroco luterano, Merkel expresó su pesar en un comunicado oficial de la cancillería. "Estoy profundamente agradecida de haber tenido buenas conversaciones y reuniones con él a lo largo de los años", dijo. A las honras fúnebres han acudido el presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeier, decenas de cardenales y los líderes de las iglesias protestantes.
Lehmann fue honrado por el canciller Helmut Kohl con la Gran Cruz de la Orden del Mérito de la República Federal de Alemania y era doctor honoris causa por una docena de universidades. Había nacido en Sigmaringa (Baden-Wurtemberg) el 16 de mayo de 1936. Escritor prolífico, se había doctorado en filosofía y teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma.
Aún hoy llama la atención cómo llegó en 1987 a la presidencia de la Conferencia Episcopal con apenas 50 años, cuando solo era un obispo, ni siquiera arzobispo. Desempeñó el cargo con tanta eficacia e independencia que fue reelegido sucesivamente en 1993, 1999 y 2005, siempre con abrumadoras mayorías. Se apartó del cargo en 2008 por problemas de salud. Hasta 1987, era costumbre no escrita que la presidencia se alternase entre los cardenales de Múnich y Colonia, con ese rango. La elección del obispo de Maguncia, además del prestigio que atesoraba el elegido, denotaba el cansancio de la mayoría de los prelados ante la pasividad de sus líderes por lo que consideraban un seguidismo perruno a las consignas del Vaticano, donde mandaba uno de sus colegas, el cardenal Joseph Ratzinger, durante muchos años presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y ahora papa emérito Benedicto XVI.
Fueron muchos los conflictos a los que debió enfrentarse Lehmann, a veces triunfante, muchas veces derrotado, pero sometiéndose siempre a la última palabra de Roma cuando era el Papa quien la emitía. Los enfrentamientos con Ratzinger dejaron rastro. Nunca fue recibido con entusiasmo en su país, ni siquiera cuando lo visitó como pontífice romano. Lehmann, en cambio, ha muerto con el cariño de sus correligionarios y de fuera de la Iglesia católica. Era más joven que el Papa emérito, pero se trataron muy pronto, durante el Concilio Vaticano II, entre 1932 y 1936. El teólogo Ratzinger acudió como perito y el ahora fallecido, que tenía entonces 26 años, era el asistente del mejor de los teólogos alemanes del siglo, el jesuita Karl Rahner.
Se dijo que el cardenal Lehmann, presente en los dos últimos cónclaves, advirtió en 2005 contra la elección de Ratzinger. En el cónclave de 2013 entró cargado de razón, semanas después de la sonada dimisión de Benedicto XVI, que el cardenal fallecido había reclamado casi en solitario. Partidario de introducir, poco a poco pero sin pausa, reformas en el seno de la Iglesia, y de abrirse más al mundo moderno, participó activamente a favor de la elección del papa Francisco.
Siempre reclamó, entre otras reformas, la necesidad de abrir el diaconado a las mujeres como paso previo, inevitable pero difícil, del sacerdocio femenino, o permitir la ordenación de casados ("viri probati") ante la escasez de sacerdotes. “No puede ser una solución traer tantos sacerdotes de India, Polonia y otros países, pero, para ser sincero, no veo una vía para el sacerdocio femenino”, dijo en 2014. Bromeaba diciendo que era realista, pesimista y optimista. “Las reformas no se darán de forma tan rápida. Hay testarudos en distintas posiciones. Pero el Papa no puede hacer todo solo". Él mismo exploró nuevos caminos como líder del episcopado alemán, no sin pocos disgustos. El más sonado, con gran repercusión mundial, se produjo en 1998, cuando Ratzinger anunció con gran estruendo que el Vaticano exigía a los obispos alemanes el cierre de los consultorios católicos de asesoramiento para embarazadas que pretendiesen abortar. Ha sido el mayor conflicto con el Vaticano desde que Pío IX se proclamó infalible mediante la Constitución Dogmática Pastor Æternus, el 18 de julio de 1870.
La cuestión era si expedir o no, a mujeres en conflicto por su embarazo, el certificado de asistencia a un consultorio católico, oficialmente reconocido. El aborto no es legal en Alemania, pero no es castigado en las primeras doce semanas de embarazo siempre que la mujer que lo reclama acuda a uno de esos consultorios y obtenga el citado certificado de asistencia. En un país de baja tasa de natalidad como Alemania, se practicaban en 1998 unos 100.000 abortos anuales y el Gobierno democristiano del canciller Kohl intentaba rebajar esas cifras con generosas subvenciones (2.500 euros) por cada mujer que presentase el certificado de haber sido asesorada. De los 1.700 consultorios financiados por el Estado, 270 pertenecían entonces a la Iglesia católica y otros tantos a la luterana. “Otorgar un certificado que puede ser utilizado para la práctica impune de un aborto, convierte a la Iglesia en cómplice de un crimen”, sentenciaba Ratzinger.
Los datos de la Conferencia Episcopal indicaban que los asesoramientos cumplían con una eficaz labor pastoral al lograr que un 25% de las mujeres que acudían a sus consultas con la intención de abortar cambiasen de opinión y renunciasen a interrumpir el embarazo. Pero el pulso, que duró dos años, lo ganó Roma. Había, además, un problema económico. Los católicos alemanes pagan un impuesto directo para el sostenimiento de su Iglesia, pero los consultorios eran una fuente de financiación añadida. Y había también razones de poder. Los obispos católicos desarrollan su labor en fortísima competencia con los protestantes, que sí mantienen sus asesorías. Por eso intentaron un acuerdo intermedio: emitir certificados con la advertencia de que no valían para los abortos. Los juristas negaron validez a dicha coletilla. Ratzinger rechazó cualquier otra componenda.
Para el cardenal Lehmann, las consecuencias de aquella trifulca fueron sonadas pese a mantener con su prestigio la difícil unidad en el Episcopado al mismo tiempo que la comunión con Roma. Meses después era reelegido presidente de la Conferencia Episcopal por abrumadora mayoría, frente al candidato propuesto por el Vaticano.
Juan Pablo II demostró su disgusto marginándolo del colegio cardenalicio durante una década más. El hecho era noticia cada vez que se producía un consistorio. Lehmann tampoco está entre los nuevos cardenales, subrayaban los vaticanólogos. La cosa llegó hasta el punto de que, tras un consistorio el 14 de febrero de 2001 sin que el papa polaco reconociera esa dignidad a Lehmann, se produjo otro a los pocos días, el 21 del mismo mes, para hacerlo por fin príncipe de la Iglesia. Juan Pablo II había escuchado el malestar que ocasionaba la caprichosa marginación de un prelado que llevaba 14 años ininterrumpidos como presidente de una conferencia episcopal tan potente como la alemana.
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