Ya quisiera Trump parecerse a Berlusconi
Il Cavaliere, sin ser un animal político, era un político eficaz; el presidente de EE UU, en cambio, es una nulidad política
Fueron bastantes los que ante la elección de Trump como presidente de Estados Unidos sostuvieron que Silvio Berlusconi era el antecedente más claro del fenómeno Trump. La comparación no parecía en principio desatinada. Ambos eran ricos, se vanagloriaban de tener una visión privilegiada para los negocios, eran sexistas, tenían mal gusto, hacían el ridículo en público (quizá sin saber que lo estaban haciendo) y rezumaban una ignorancia tremenda en relación con la práctica totalidad de quehaceres humanos o no-humanos.
Pero había algo que ambos sabían hacer muy bien: aprovechar las novedades comunicativas del momento para promocionar su propio personaje. Berlusconi empleó los nuevos canales privados de televisión en Italia a finales de los ochenta para construir una grotesca cultura del espectáculo que culminó en Forza Italia, el partido que fundó y del que fue su líder; Trump explotó el anything goes de las redes sociales para alentar la irracionalidad de algunos votantes, que estaban dispuestos a tomar su palabra –– “si lo dice un tipo de tanto éxito, será cierto, ¿no?” –– como la prueba fehaciente de sus impresiones menos informadas sobre inmigración, empleo o cambio climático.
Ahora, tras un año de Trump como presidente, sabemos que las similitudes no se reducían al personaje-candidato. La Italia que gobernó Berlusconi fue un laboratorio en el que las instituciones políticas, la prensa y la intelligentsia fueron sometidas, como si de cobayas se tratara, a una serie de experimentos: la retórica de “ellos” –– los jueces comunistas, los mentirosos periodistas de izquierda –– contra “nosotros” –– los partidarios reales de la libertad ––; la confusión de los intereses de las empresas del dirigente con los del país; la explotación del sentimiento de pérdida de privilegios de los locales en beneficio de los de fuera; y la legalidad entendida no como una limitación necesaria a la acción política, como en cualquier país que aspire a ser un Estado de derecho, sino como una molestia ilegítima para el poder, un enemigo político más que batir. En este sentido, los Estados Unidos de Trump parecen a ratos una continuación de la Italia de Berlusconi.
Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre el gobernante Berlusconi y el gobernante Trump. Il Cavaliere, sin ser un animal político, era un político eficaz; Trump, en cambio, es una nulidad política.
Berlusconi entendía los mecanismos de la política y los usaba para conseguir acuerdos y hacer progresar iniciativas. Apretaba el acelerador si le convenía y lo soltaba cuando era necesario. Era capaz, además, de generar aliados que a priori no figuraban como tales y podía conservar, en buena medida, los que desde el inicio de su trayectoria sí lo eran. Una prueba de la capacidad política de Berlusconi es que, en un sistema político particularmente inestable como el italiano, fue el primer ministro más duradero de las últimas décadas.
Trump es mucho más limitado como político. No sólo tiene obvias dificultades para generar nuevos aliados, sino que maltrata y expulsa sin rubor a antiguos. Y, sobre todo, sus logros políticos se cuentan con los dedos de una mano.
Por lo demás, Berlusconi no era un dirigente irracional a tiempo completo. No cuesta mucho imaginarse a Trump, en cambio, hablando con sus asesores o con sus pares internacionales en juntas como si aún estuviera hablando ante las cámaras en una campaña electoral eterna, buscando simplemente llamar la atención diciendo cualquier tontería infundada.
Está últimamente de moda hablar de los asesores de Trump en la Casa Blanca como “los adultos en la sala”, implicando, obviamente, que Trump es un niño caprichoso que necesita ser tutelado. Berlusconi, cuyo primer trabajo, por cierto, fue el de cantante melódico en cruceros por el Mediterráneo, una formación para ser presidente a priori peor que la de alguien que fue a la Universidad de Pennsylvania –– como Trump ––, nunca necesitó “adultos en la sala” en sus gobiernos. Il Cavaliere hacía mala política, pero hacía política; Trump no la hace ni buena ni mala: simplemente es incapaz de hacerla.
El panorama es tan sombrío y desesperado con Trump en la Casa Blanca que, en algún sentido, uno llega a desear que Berlusconi sea un antecedente de Trump pero en todo su “esplendor”: en la parte de las payasadas –– qué remedio –– y sobre todo en la parte del político relativamente eficaz que fue Il Cavaliere.
La verdadera tragedia de nuestro tiempo y nuestra latitud es que Trump no le llega a la suela del zapato a Berlusconi (ni siquiera como payaso).
Pau Luque Sánchez es profesor de Filosofía del Derecho en la UNAM.
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