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Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

No se puede jugar en dos equipos rivales

El problema de fondo entre la República de Irlanda y su vecina Irlanda del Norte

Xavier Vidal-Folch
El primer ministro irlandés (i), Leo Varadkar, y el ministro de Exteriores (d), Simon Coveney, en una rueda de prensa este lunes en Dublín.
El primer ministro irlandés (i), Leo Varadkar, y el ministro de Exteriores (d), Simon Coveney, en una rueda de prensa este lunes en Dublín. CLODAGH KILCOYNE (REUTERS)

No se puede jugar simultáneamente en dos equipos rivales. Ese es el problema de fondo para una frontera entre el Eire (la República de Irlanda) y el Ulster (los seis condados del Norte de Irlanda).

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Si el Ulster milita en el mercado interior; la Unión aduanera (con su tarifa exterior común, pero no interior); las políticas que le salvan (como las subvenciones a su exportadora agricultura). Si los suyos gozan de la libertad de circulación de los europeos (todo bajo el arbitraje del Tribunal de Justicia de la UE, el TJUE de Luxemburgo), no puede pertenecer a un Reino Unido segregado de la UE. Así de sencillo.

Entonces, al ser dos espacios económicos distintos y en parte contradictorios, habrá que activar una frontera dura entre el Norte y el Sur: cobrar aranceles a las mercancías que la atraviesen, controlar los bolsillos a los viajeros que la crucen, vacunar a sus animales de compañía.

Y eso es lo que nadie quiere en la pequeña isla. Ni siquiera los muy ultras unionistas que sostienen con respiración asistida a la minoritaria Theresa May. Tienen primos, amigos y clientes unos kilómetros, o yardas, más abajo de la línea fronteriza, hoy solo virtual.

El Brexit menoscabaría, en ese caso, la Common Travel Area, la zona de movimiento libre de personas entre las islas (una mini pionera de Schengen), por la cual cada uno puede asentarse donde le place. Algo que rige desde los años veinte: un millón de irlandeses lo hicieron en 1945 buscando faena en la isla grande al final de la Segunda Guerra mundial.

Recuerden un precedente más limitado, pero que fracasó: la hipótesis de que Ucrania podría firmar un acuerdo de asociación económico de primera clase con la UE y al tiempo mantener lazos económicos privilegiados con Rusia, acabó como el rosario de la aurora. Recuerden Crimea.

En el caso de las dos Irlandas, la tradición anterior al acceso anglosajón a la UE está festoneada de conflictos por culpa de diferencias tarifarias, competencia desleal al cambiar artificialmente precios: sería un retroceso de décadas (Denis Macshane, Brexit, no exit, IB Tauris, Londres, 2017).

Entre otras razones porque el Ulster ha sacado enormes beneficios de su adscripción mediata a la UE: inversión directa extranjera, multiplicación de sus exportaciones a la UE. Amén de la paz intracomunidades religiosas apadrinada por la Unión.

Así que se perfilan tres salidas. Una es que el mercado británico sea mera copia —y para siempre— del Mercado Interior europeo. Dos gotas de agua. Es la convergencia (o sea, identidad) regulatoria, incluido el arbitraje de conflictos por el TJUE. Pero eso no es un Brexit. Sus padrinos prometieron algo muy distinto.

La otra es que la frontera Reino Unido-Ulster se quede en el mar. Y el Ulster deje de ser mercado británico para seguir siendo europeo. Enmascarándolo con una confederación política del reino entonces desunido, y manteniéndole la figura de la reina. El final, ay, de la soberanía británica.

La tercera, un milagro.

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