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Cómo el ISIS aterrorizó a los Lobato y a toda Raqa

La última familia española que quedaba en el feudo yihadista relata la vida en una ciudad con los colegios cerrados, mujeres enclaustradas y con la plaza convertida en patíbulo

Natalia Sancha
La familia Lobato a los pocos días de llegar a la localidad siria de Azaz, en la frontera con Turquía durante el pasado mes de julio.
La familia Lobato a los pocos días de llegar a la localidad siria de Azaz, en la frontera con Turquía durante el pasado mes de julio.Fotografía familiar (EL PAÍS)

Los Lobato, la última familia española que quedaba en Raqa, han visto la evolución de la guerra siria delante de su casa. En 2011, vieron las primeras protestas universitarias, cómo las reprimió a tiros el Ejército regular y el posterior desembarco de los rebeldes. Luego llegaron los yihadistas de una filial de Al Qaeda. “Pero fue el Daesh (acrónimo del ISIS en árabe) quien se adueñó de la ciudad y mató a todo aquel que se le opuso”, relata la española Ana Lobato, de 62 años, matriarca de una familia que por fin ha podido dejar atrás la contienda y el terror. Su nieto Ahmed, entonces un adolescente de 17 años recién cumplidos, fue en hasta tres ocasiones instado por los yihadistas a sumarse a sus filas. Las tres veces se negó. “No podíamos esperar a que le mataran, porque les faltaban hombres y volvían una y otra vez a buscarle, así que juntó cuatro mudas y escapó a Turquía”.

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Seis meses vivió la matriarca bajo la dictadura del ISIS antes de huir. Casi cuatro años permanecieron sus tres hijos mayores y nietos sometidos al grupo. La mayoría de las mujeres en Raqa, como Lobato, se recluyeron entre los cuatro muros de sus hogares. Los hombres se hicieron cargo de las compras. “Un día a uno de mis nietos le subió mucho la fiebre y dos de mis hijas salieron escopetadas al hospital. Con los nervios y las prisas a una se le olvidaron los guantes y a la otra los calcetines”. Las hansa —rama femenina de la policía religiosa del ISIS— les dieron el alto. Aterradas, echaron a correr y lograron escabullirse gracias a la ayuda de los vecinos.

“Yo antes era muy tímida, pero ya no me callo. ¡No señor!”, suelta al móvil desde Madrid esta abuela forzada a ejercer de matriarca al tiempo su marido, un exhausto Abdeladin, asiente. Consciente que de la transmisión de su nacionalidad dependía la vida de los suyos, Lobato ha peleado hasta el final. Ya ha comenzado la cuenta atrás para que todos (los padres, los cuatro hijos y los nietos) se reúnan de nuevo en Madrid. Han sido tres años los que esta familia de 23 personas (incluidos 19 españoles, de ellos 14 menores) ha permanecido separada desde que emprendieran escalonadas huidas de Raqa. La ciudad era entonces y hasta el mes pasado capital de facto del Estado Islámico (ISIS) en Siria. “Ya están a salvo y pronto estarán aquí, eso es lo importante”, dice sobre los últimos parientes que fueran evacuados este lunes a Turquía tras las gestiones emprendidas por el Gobierno español.

El estremecedor periplo de los Lobato no es único, sino uno compartido por decenas de miles de sirios que han sobrevivido bajo el yugo de los yihadistas. Ha sido su pasaporte el que les ha brindado una vía de escape, y ha sido el destino el que ha preservado a todos los miembros de la familia con vida. Mentalmente agotadas, Lobato y su hija Soraya no logran olvidar su vida bajo el ISIS, la ardua huida y las vicisitudes sufridas en su camino hacia España.

Otro día, le tocó el turno a su nieta Huda, que entonces tenía siete años. “Es muy grandota así que aparenta ser mucho mayor de lo que es”, precisa la madrileña. La hisba —policía religiosa del ISIS— le dio el alto al no llevar velo. “Dispararon una ráfaga al aire para pararla, y la niña se asustó tanto que perdió temporalmente la memoria. Gracias a unos hombres que intercedieron por ella logró librarse del castigo y encontrar el camino de vuelta a casa”.

“Ni siquiera en casa podía uno hablar libremente”,
recuerda el patriarca

Obligadas a llevar el niqab que cubre la cara, la abaya que disimula las formas femeninas, guantes, calcetines etcétera, las cooperativas del ISIS proliferaron. Hicieron su agosto con la venta de un ropaje impuesto.

Ellos no se libraron. “Un día decidieron que los hombres teníamos que vestir todos al estilo paquistaní”, protestaba Abdeladin el pasado septiembre en su casa de Madrid. “Esos pantalanes bombachos por encima del tobillo y camisas largas”, acota. Una imposición que según los activistas del grupo Raqa está siendo Masacrada Silenciosamente pretendía servir de distracción ante los bombardeos. “Desde el cielo, si todos, civiles y yihadistas, visten igual era más complicado para los aviones identificar los combatientes del ISIS”, explicaba meses atrás vía Skype el activista Abu Ahmed. Al nuevo uniforme se añadió una barba obligatoria. En un arrebato, un día Ahmed decidió afeitarse, lo que le supuso una crisis nerviosa a su madre Soraya quien le prohibió salir de casa hasta que le creciera.

El pasaporte español, vía de salida y motivo de sospecha

Cumplidos los 62 y bajo un tremendo estrés, las fechas y años saltan sin orden en la cabeza de esta abuela hoy embriagada de felicidad. En mayo de 2013, con el rugir de los primeros bombardeos, los 23 parientes protagonizaron un intento fallido de huir y, tras tres meses de fallidas gestiones con la embajada española, tuvieron que regresar. La nacionalidad de Lobato se convirtió en problema. "En un control del Daesh nos dieron el alto y descubrieron mi pasaporte español", relataba el pasado septiembre en su casa de Madrid. Recelosos de la presencia de la extranjera, los yihadistas empezaron a hacer preguntas y merodear por su casa. "Nos tuvimos que ir para no poner en riesgo al resto de la familia", interrumpe su marido. Una vez en Beirut, asegura que, de nuevo, la Administración española les dijo que "no podían hacer nada por ellos".

Entonces comenzó un largo éxodo, como el resto de los cinco millones de refugiados sirios desperdigados por la región. "Yo, que acogí en mi casa a decenas de desplazados (sirios huidos de otras ciudades), les di ropas, alfombras, comida…", musita. Voló en noviembre de 2014 junto a su marido y nieta Huda a Noruega, donde pasaron nueve meses en un centro de acogida para más tarde ser trasladados a Alicante y finalmente en marzo de 2015 a Madrid. Seis meses antes de que Ana abandonara Noruega, llegaron a España su hija Cauzar junto a su marido, cinco hijos y una sobrina.

Los yihadistas emprendieron pronto su particular proyecto para formatear la sociedad al completo. “Los colegios fueron inicialmente segregados por sexos. Los libros de textos modificados y la historia de Siria, aniquilada”, asegura Lobato. Conforme el califato extendió sus tentáculos, cerraron todos los colegios de las niñas y a los niños les reservaron las clases de sharía —ley islámica— y el estudio del Corán. Al igual que los Lobato, la mayoría optó por no mandar sus hijos a clase, condenados a cuatro años sin colegio.

El ISIS echó el cerrojo a las librerías. Y empezaron a ejecutar a los jóvenes que escondieron libros prohibidos, fuera poesía o novelas de ficción. Luego se ensañaron con las profesiones liberales. “Los profesores fueron reemplazados, los abogados perdieron su trabajo, que pasó a manos de los jeques [figuras religiosas] y los doctores tuvieron que solicitar una convalidación de sus títulos ante el Daesh para poder seguir ejerciendo”, rememora el marido de Lobato.

La gestión municipal pasó a manos yihadistas. El precio de la luz y el agua subió, pero el servicio se mantuvo gracias a la explotación de los pozos de crudo y de un embalse que tomaron. Las nuevas facturas llevaban el emblema del califato. “Instalaron toldos en las calles para que los aviones y drones no pudieron ver, y luego dividieron el coste para que lo pagáramos los civiles”, se indigna Lobato.

Las parabólicas fueron confiscadas, Internet prohibido. Entonces comenzaron las decapitaciones públicas en la céntrica plaza del reloj, transformada en patíbulo. “Un día pasé en taxi. Vi cuerpos decapitados cubiertos por moscas, niños quemados junto a cabezas rodando por la acera. Tuve que taparle los ojos a mi nieta”, alcanza a relatar entre resoplidos. Al que porfiaba, le mataban. Al que fumaba, le amputaban los dedos.

“Ni siquiera en casa podía uno hablar libremente. El miedo invadió a todos”, musita Abdeladin. Su memoria rebosa de historias de decapitaciones, ejecuciones y latigazos, pero la que más le impactó fue cuando el hijo de su vecino, de 14 años, fue decapitado por blasfemar en su propia casa. “Cuando vinieron a por él su padre suplicó llorando que le mataran a él, que era quien le había educado. Que su hijo era solo un chaval y no era consciente… pero no hicieron caso”, dice conteniendo la respiración al teléfono. “¡No son musulmanes, no saben lo que es el islam y lo único que les interesaba al Daesh era el dinero!”, estalla sin poder contener más la rabia.

Al tercer intento del Daesh por captar
al nieto, este optó por huir a Turquía

También ordenaron a los combatientes extranjeros del ISIS no interactuar con la población local. “Un día un yihadista francés llevaba media hora intentando comprar cebollas y pagarlas, pero el tendero tenía tanto miedo al no entenderle que ni quería cogerle el dinero”, recuerda Lobato sobre una de las últimas salidas que hizo al mercado. Prohibieron a las mujeres salir o viajar sin un pariente varón. Luego, las menores de 45 años no pudieron abandonar Raqa. Los hombres tenían que cerrar sus negocios —Abdeladin gestionaba una tienda de venta de lácteos al por mayor— durante las horas del rezo para presentarse en la mezquita.

Paradójicamente, la ruta terrestre entre Raqa y Damasco permaneció abierta durante los tres primeros años de la dictadura del ISIS aunque plagada de controles. Los vecinos viajaban a la capital para recibir tratamiento médico e incluso cobrar sus sueldos abonados por el Gobierno de Bachar el Asad. Ana acudía a renovar su permiso de residencia, puesto que nunca quiso solicitar la nacionalidad siria.

La salida de sus hijos mayores y sus familias tuvo lugar en pleno apogeo de la operación Ira del Éufrates lanzada el pasado junio por las fuerzas aliadas de Estados Unidos para expulsar al ISIS de su feudo. El primer intento fue frustrado. “Intentamos salir de noche en coche, pero los centinelas del ISIS nos descubrieron. Creo que no nos mataron porque mi cuñada Hiba estaba embarazada”, contaba vía Whatsapp cuatro meses atrás Soraya desde Siria. En el segundo intento lograron escapar esquivando las bombas, las minas y las balas de los yihadistas que disparaban a todo civil que intentara huir. De nuevo hubo complicaciones. “La misma noche que acordamos con los traficantes nuestra huida, Hiba se puso de parto”, recuerda.

Acudieron al último hospital que quedaba en Raqa acompañados por el médico que le había tratado en secreto durante el embarazo. A los ginecólogos varones, el ISIS les prohibió ejercer y fueron reemplazados por las doctoras extranjeras que acudieron a la llamada del califato. Hiba tuvo que emprender la huida de noche tras someterse a una cesárea, cargando con un recién nacido y arrastrando una hemorragia que le causó la mala sutura de los puntos.

A pesar de las preocupaciones que la han tenido pegada al móvil con las gestiones para sacar a sus hijos de Siria, Ana no puede evitar consumir sus escasas horas de sueño escrudiñando las páginas de Facebook en busca de los nombres de vecinos y familiares muertos. “Nos conocíamos todos”, se justifica. Sin haber asimilado aún el feliz desenlace, la cabeza de esta abuela ya empieza a darle vueltas al incierto futuro. “Sin dinero ni ayudas, ¿Cómo van a vivir 13 personas en España?”, musita al teléfono y desde Madrid quien recibe una prestación estatal que no alcanza los 500 euros mensuales. Su consuelo: conocer en pocos días a Yunes, su decimonoveno nieto. Aquel bebé que nació el día que comenzó la huida de los últimos Lobato.

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