La engañosa distancia de la historia rusa
Solo dos kilómetros separan el busto de Stalin en Moscú del monumento a sus víctimas. Es la paradójica relación del Kremlin con su historia en vísperas del centenario de la revolución bolchevique
Entre el busto de Stalin, el responsable del Gran Terror, y el monumento dedicado a las víctimas de la represión en la Unión Soviética median dos kilómetros por un barrio de Moscú saturado de historia. Ambos monumentos han sido inaugurados con menos de seis semanas de intervalo en vísperas del centenario de la revolución bolchevique de 1917, que se conmemora oficialmente el martes (se inició realmente el 7 de noviembre, que era 25 de octubre en el calendario juliano vigente entonces). La distancia física y temporal entre ambos complejos escultóricos es insignificante, comparada con la distancia ideológica y política de sus respectivos patrocinadores en las estructuras de un Estado cuyos dirigentes actúan a menudo como esquizofrénicos ante el pasado, porque creen tener aún mucho que agradecer a los verdugos.
El busto de Stalin, junto con otros seis bustos de líderes soviéticos, fue desvelado el 22 de septiembre en una ceremonia presidida por el ministro de Cultura, Vladímir Medinski. Producidos por el escultor Zurab Zereteli, los bustos se han ubicado en la denominada avenida de los Dirigentes, a saber, cuatro filas de figuras desde el medievo hasta el fin de la URSS que, sobre sus pedestales, convierten el jardín de la Sociedad Histórica Militar de Rusia (SHMR) en un gigantesco tablero de ajedrez de piezas negruzcas. El ministro de Cultura preside la SHMR, una entidad para la enseñanza de la historia y el cultivo del patriotismo fundada en virtud de un decreto de 2012 del presidente Vladímir Putin.
El monumento a las víctimas de la represión en la URSS, a su vez, fue inaugurado el 30 de octubre por Putin, que en 2015 firmó el decreto para construirlo. El elemento central de esta obra del escultor Gueorgui Frangulian es un muro de bronce sobre el que se funden en relieve los cuerpos atormentados de las víctimas. Para gestionar el proyecto se creó el Fondo de la Memoria, que también es una iniciativa oficial de 2015.
EL PAÍS recorrió a pie la distancia entre los dos grupos escultóricos el 4 de noviembre, día de la Unidad Popular, la fiesta nacional que en 2005 se convirtió en la alternativa al 7 de noviembre (fecha en la que se conmemoraba la revolución bolchevique). Lo que ahora se celebra es la expulsión de Moscú de polacos y lituanos, que en 1612 puso fin al llamado “periodo de las revueltas” y abrió el camino a la dinastía de los Románov, que dirigió Rusia durante más de 300 años. Inicialmente, la nueva fiesta nacional escoró peligrosamente hacia posiciones ultras hasta que en 2014 la anexión de Crimea niveló el terreno patriótico y aglutinó a los sectores más nacionalistas en torno a Putin y la línea oficial. Hoy ya son bastantes los rusos que, interrogados por sociólogos y periodistas, afirman celebrar la “unidad” de la ciudadanía sin entrar en honduras históricas.
El sábado Putin acudió a la plaza Roja a depositar flores en el monumento de los dos caudillos (un noble y un carnicero) del levantamiento nacional de 1612. Mientras el presidente repartía condecoraciones en el Kremlin, en la avenida de los Dirigentes los visitantes eran escasos. Una abuela y su nieto se encaminaban hacia la SHMR. La abuela llevaba allí al niño “no solo a ver a Stalin, sino también a Brezhnev, Lenin y todos nuestros dirigentes”. ¿Qué le contó a su nieto sobre Stalin? “Que gracias a él ganamos la guerra [Segunda Guerra Mundial] y que llegamos a ser una gran potencia”. ¿Y nada más? “Por ahora no”, respondió.
En el jardín de la SHMR esperaban Víctor y Valentina, residentes en las proximidades, y Bublik (Rosquilla), el perro que recogieron en un asilo canino. “Está bien que no hayan omitido a Stalin, pero falta Vasili Shuiskii”, dice Dmitri, un empresario, refiriéndose a un boyardo que se proclamó zar de Rusia durante la época de los disturbios. El empresario cree ver un sesgo clerical en la cruz que lleva al cuello uno de los metálicos héroes.
El busto de Stalin de la avenida es el primero inaugurado en Moscú desde la muerte del tirano en 1953. Formaba parte de una serie de siete entre los que estaban el de Vladímir Lenin, Nikita Jruschov y también el del presidente Mijáil Gorbachov, este último pese a estar vivo. El de Borís Yeltsin se inaugurará oficialmente en febrero. Los 33 bustos de dirigentes presoviéticos habían sido colocados con anterioridad.
En la verja de la SHMR hay un cartel informativo sobre la mansión que alberga la entidad. El cartel es parte del proyecto Nuestros vecinos, una iniciativa del “museo de la luz” (todo tipo de faroles e iluminación urbana) para humanizar el espacio urbano de la zona. La mansión fue residencia de Nikolái Guchkov, director de una asociación de comerciantes de té, y alojó un conocido salón artístico y literario en la Rusia prerrevolucionaria.
Dejando atrás la asociación de artistas de Moscú, cuyo jardín es una réplica anárquica del de la SHMR, y enfilando la callejuela de los Armenios, aparecen tres hoteles boutique con precios muy asequibles para Moscú. En un cruce parece concentrarse gran parte del poder económico de Rusia: a la derecha la exportadora de petróleo Zarubezhneft; a la izquierda la compañía de la industria forestal Roslesprom. Ambas empresas están en el mismo edificio, que completa la Escuela Superior de Psicología Práctica y Negocios.
La memoria viva de los prisioneros del Gulag
El monumento a las víctimas de la represión política, inaugurado el 30 de octubre por el presidente Vladímir Putin, tiene pluralidad de lecturas. Según la perspectiva, tan pronto se asemeja a la proa de un gigantesco navío cargado de muertos, como a una gruta en la naturaleza o a una catedral gótica. Impresiona, pero saldría ganando en un lugar menos agitado que su ubicación actual, en el cruce con el anillo circular, con sus ocho carriles y el continuo zumbido del tráfico como telón de fondo. Tampoco ayuda el horizonte urbano, donde el rótulo de una empresa de seguros en una fachada vecina gasta una siniestra broma visual a las víctimas sin rostro.
Sobre las piedras traídas desde diversos campos de prisioneros del Gulag, hay flores, velas y papeles con nombres de víctimas. Llegan una pareja mayor con flores y un joven de San Petersburgo, Dmitri, de 29 años. Su abuela, cuenta, nació en el campo de Kolimá, hija de desterrados políticos. Una jubilada califica de horror la represión, pero teme dar su nombre porque trabajó en una fábrica militar soviética. Irina, farmacéutica, ha venido con su hijo Valentín, de 12 años. “Es difícil explicarle este monumento, porque cuando le hablo de lager él piensa en sus vacaciones”, dice Irina, aludiendo al doble significado de lager en ruso (campo de concentración y campamento de vacaciones). Y además, ¿cómo explicarle qué quiere decir represión política?”.
“No voy a ponerte nota. Solo quiero saber qué ves tú aquí”, preguntamos al niño. Valentín echa una mirada al muro de bronce y exclama: “Gente que sufrió”.
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