El malestar urinario de Temer y los dolores morales de los brasileños
El de Brasil es un malestar de esquizofrenia política, como pudimos observar el miércoles en el Congreso
El presidente brasileño Michel Temer escribió al dejar la tarde del miércoles el hospital del Ejército de Brasilia donde había sido internado de urgencia: “Tuve un malestar y ya estoy bien”. El aprieto doloroso de Temer pertenecía a la baja fisiología corporal. ¿Y el que están sufriendo los brasileños en medio de una tempestad política considerada una de las más graves y decisivas de su historia democrática?
El malestar del Brasil de hoy es moral y por ello más doloroso que el fisiológico de Temer y no va a bastar la sonda de las elecciones de 2018 para desobstruirlo. El de Brasil es un malestar de esquizofrenia política, como pudimos observar en el templo del Congreso la misma tarde del malestar del presidente, en la que los diputados votaron a favor o en contra de su conducta moral.
Si el Congreso de los Diputados representa el sentir y el querer de la ciudadanía que los elige, lo que allí vimos fue un espectáculo de disociación mental. “Por Brasil”, algunos diputados votaron sí a la salvación de Temer, y por el mismo Brasil otros votaron no. ¿Por quién vota el Brasil real, el que sufre la crisis creada por los políticos?
Mientras las redes sociales y los medios de comunicación ironizaban sobre las escenas, a veces patéticas y otras grotescas, de sus señorías que votaban lo mismo y lo contrario por Brasil, me golpeaba la duda de si quizás una parte de la sociedad está repitiendo el espectáculo de esquizofrenia del Congreso.
Dentro de menos de un año, 140 millones de brasileños deberán pronunciarse sobre el bien de ese mismo Brasil por el que votaron los congresistas, en unas elecciones presidenciales que se presentan como las más cruciales y peligrosas de su historia democrática.
Si antes no hacen una profunda reflexión sobre lo que quieren para su futuro y el de sus hijos, es posible que en las urnas muchos brasileños repitan la misma paradoja de los congresistas votando indistintamente, “por el bien de Brasil”, a candidatos tan opuestos como el duro y derechista Bolsonaro y el populista sindical Lula, o como Ciro Gomes, el amante de la testosterona, y la delicada Marina Silva, o entre el clásico y engolado Alckmin, inmune a todos los desconsuelos, y el saltimbanqui Doria, que parece gobernar más en la nube virtual que en el asfalto de la calle.
Hasta que Brasil no sea capaz de percatarse de que no es posible que la misma persona resulte igual para el bien que para el mal del país, como les sucedió a los congresistas con Temer, seguirá una desorientación ideológica que puede provocar que se elija un Congreso con la misma indecencia del de hoy.
El espectáculo que los brasileños están viviendo con los representantes a los que votaron para que les gobernaran debería hacer reflexionar a todos antes de votar en las urnas el año próximo. Un consejo práctico para intentar desobstruir la democracia herida sería no votar, bajo ningún concepto, a aquellos sobre los que pese, no ya una condena criminal, sino hasta una sombra de corrupción o de coqueteo con el autoritarismo.
Otra receta sería exigir a los candidatos que se comprometan a abolir, como primera medida, el tan codiciado aforamiento que coloca a los políticos corruptos bajo las alas protectoras de la gran madre del Supremo Tribunal Federal, siempre compasivo y vigilante para que los políticos no tengan que sufrir la humillación de la cárcel, la misma en la que amontonan a la gente común.
Parece que Temer, que nunca imaginó durante sus numerosos años en política que podía llegar al Palacio Planalto, se conformaría, al dejar la presidencia, con ser un ministro más de quien venga a sustituirle. Que Dilma, tras haber sido considerada una de las mujeres más influyentes del mundo, se sentiría a gusto con ser senadora, y que a Aecio Neves, que antes de explotarle los escándalos de corrupción parecía uno de los candidatos estrella en las presidenciales del 2018, le bastaría ser elegido un simple diputado. Y ya vimos a Lula, el presidente más popular y aclamado dentro y fuera del país, aceptar -aunque luego abortó el proyecto-, ser un ministerio con la entonces presidente Dilma. Todo para que ellos puedan cobijarse en el seno dulce y seguro del Supremo, sinónimo de indulgencia plenaria de sus pecados.
Ante el espectáculo de oscurantismo, que está ofreciendo la élite política y hasta una parte de la sociedad envenenada por la pelea ideológica, los brasileños aún no contaminados por el virus de la discordia deben saber apostar por el Brasil de la normalidad política. Por un país con una sola ética, sin privilegios para los ya privilegiados, y con el oído alerta a los quejidos mudos de los olvidados a su suerte, a los desnudados de su dignidad o a los que están de nuevo resbalando hacia la pobreza. Los satisfechos ya saben muy bien defenderse entre ellos y detener las “sangrías” que los aquejan. Ellos nunca pierden.
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