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De mar a mar
Columna
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Maduro y su revolución al revés

Venezuela convive con la cúpula del poder transformada en una oligarquía y el pueblo hambreado

Carlos Pagni

América Latina carece de una agenda internacional común. La prueba está en que la crisis de Venezuela es el único motor de las relaciones exteriores entre los países de la región. Los intereses compartidos afloran solo en la emergencia. Nicolás Maduro, en su novelesca precariedad, tiene derecho a atribuirse ese mérito, por la vía del absurdo.

La interminable tragedia venezolana logró que Donald Trump gire su cabeza hacia la región. El presidente de los Estados Unidos suspendió por un instante su predilección por la diplomacia bilateral y entendió que, aprovechando la Asamblea General de Naciones Unidas, convenía sentar a un grupo de colegas a su mesa. Eligió al brasileño Michel Temer, al colombiano Juan Manuel Santos, al peruano Pedro Pablo Kuczynski, al panameño Juan Carlos Varela y al argentino Mauricio Macri, que no acudirá por no estar en Nueva York. La selección de esos mandatarios se debe a que en Washington son vistos como aliados. O como severos críticos de la dictadura de Maduro. Se podría pensar que ambos criterios son la misma cosa. Pero sería un error. El mexicano Enrique Peña Nieto, crítico de Maduro, no fue invitado.

En varias cancillerías se discutió la conveniencia de asistir a la convocatoria. Nadie quiere favorecer la tesis de que la presión contra el gobierno venezolano es un servicio a la ambición imperial de los Estados Unidos. Es la visión, por ejemplo, del boliviano Evo Morales, para quien “Trump y sus agentes insisten en el intervencionismo golpista”.

La cena pretende lo contrario. Trump, como de costumbre, debe volver de un tuit. En este caso, del que emitió para advertir que sus opciones para Venezuela incluían una invasión militar. Santos, Macri y Varela rechazaron esa pretensión cuando, un mes atrás, recibieron al vicepresidente Mike Pence en sus países. La reunión en Nueva York es el tácito reconocimiento de que la solución a la peripecia venezolana tiene que contar con consenso regional y debe ser pacífica.

El gobierno de Maduro intenta respirar reclamando en voz muy baja una nueva mediación con sus opositores. El jueves pasado comenzó en Santo Domingo otro intento de diálogo. Se lo sugirió el canciller venezolano, Jorge Arreaza, a su colega de República Dominicana, Miguel Vargas. Como no tuvo éxito, Nicolás Maduro se comunicó con el presidente de ese país, Danilo Medina. Pero Medina solo aceptó la idea después de una consulta informal con la diplomacia de los Estados Unidos. El Departamento de Estado emitió más tarde un comunicado saludando, con extrema cautela, una negociación.

El expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero también gestionó una nueva ronda de contactos entre el Gobierno y la oposición. Sobre todo, persuadiendo a Antonio Guterres, el secretario general de la ONU, para que se involucre en el proceso. Guterres propuso constituir un grupo de países para acompañar las tratativas. Los opositores postularon a México, Paraguay y Chile. Maduro, a Bolivia y Nicaragua. Debe designar a un tercer país. ¿Será Cuba? ¿O preferirá a Francia? El régimen venezolano está empeñado en quebrar el frente europeo para evitar sanciones. Hay un problema: Emmanuel Macron calificó a la administración chavista como “una dictadura que intenta perpetuarse”.

El costo de las sanciones está en la raíz del interés de Maduro por una nueva mediación. La retórica es conocida: ¿para qué aumentar la presión cuando se está dialogando? Es posible que también influyan las encuestas. Cada vez que se abrió una mediación, el Gobierno mejoró su imagen y la Mesa de Unidad Democrática (MUD) la empeoró. Hoy esta variable es decisiva. El 15 de octubre habrá elecciones regionales. Los sondeos indican que quienes enfrentan a Maduro triunfarán en, por lo menos, 18 gobernaciones de las 23 en las que se eligen candidatos.

El escepticismo sobre estas negociaciones es cada día más agudo. En la MUD desconfían de Rodríguez Zapatero porque lo creen demasiado dócil a Maduro. Y, sobre todo, a Jorge Rodríguez, el alcalde de Caracas. Rodríguez, hermano de la presidenta de la Asamblea Constituyente, Delcy Rodríguez, es el responsable de las tratativas por el oficialismo.

El recelo no se debe tanto a la identidad de los interlocutores como a los fracasos de experimentos anteriores. La primera mediación se realizó para que hubiera un cronograma electoral. No lo hubo. La segunda, para que se realizara un plebiscito revocatorio. No ocurrió. La más reciente pretendió que no se convoque a la Constituyente. Se la convocó, y hoy funciona como una especie de poder supremo. En todos los casos la MUD pidió la liberación de presos políticos. Pero no lo consiguió. Por eso ahora esa medida es una condición previa para el diálogo.

La expresión más drástica sobre la falta de vocación conciliadora de Maduro se debió al presidente de la Conferencia Episcopal venezolana, Jorge Urosa. Ante el papa Francisco, en Colombia, advirtió: “Actualmente esa cultura del diálogo, y ese deseo del papa de que haya un encuentro de personas que busquen juntos una solución, no es posible que se dé. Simple y llanamente porque el Gobierno está empeñado en implantar un sistema totalitario, estatista, comunista”.

La visión de Urosa es cada vez más compartida en toda la región. Maduro ya cruzó el Rubicón. Se entiende a sí mismo como el líder de una revolución. Cualquier negociación solo debe conducir a ganar tiempo. Sobre todo, a evitar que la gente salga a la calle. El proyecto navega al borde del naufragio. Con el poder segmentado entre facciones, la cúpula transformada en una oligarquía corrupta, y el pueblo hambreado. Curiosa revolución, que comienza por donde otras, parecidas, terminaron.

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