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Tribuna
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El Donald Trump colombiano (Santa Rosa de Cabal, Risaralda)

La devastadora victoria de Trump sirvió para aclarar que el viejo mundo no ha dejado de hacer parte del mundo

Ricardo Silva Romero

Volvamos atrás. Hace diez meses apenas, en noviembre de 2016, ser el Donald Trump colombiano era una buena idea de mala persona: para ser presidente de un país en duelo –pensaron un par de cínicos– bastaba servirse de la crispación perpetua de buena parte del electorado, del fanatismo religioso que salva a tantos defraudados de la desilusión, de aquella polarización que es una puesta en escena de los recaudadores de votos, del miedo y del odio que hay que saber atizar. Hace dos meses nomás, en junio de 2017, ya se sabía a las claras que ser el Donald Trump de aquí era gritar mentiras, supersticiones e intolerancias en un país violento, pero el exprocurador Ordóñez, que perdió su cargo por irregularidades en su elección, lanzó su campaña presidencial con las palabras “estoy de acuerdo con Trump en la mayoría de las cosas”: “hay que imitarlo”.

Ordóñez ha sido y es y será un vendedor de odio: de misoginia, de homofobia, de estigmatización, de persecución al periodismo. Pero la semana pasada no le salió bien su papelón de ultraderecha porque se le notó demasiado el truco.

El lunes 14 de agosto arruinó una importante sesión del Concejo Municipal de la ciudad de Santa Rosa de Cabal, en Risaralda, porque a su candidatura se le ocurrió entrar a saludar: el concejal Toro le pidió respeto, “ojalá no sea presidente…”, cuando notó que la inesperada visita de campaña había aplazado una discusión sobre los recursos que necesita un colegio. El jueves 17 le tiró el teléfono al periodista Néstor Morales, de Blu Radio, luego de negarle una verdad inocultable en una entrevista a muerte: en febrero de 2010, cuando era ese vigilante implacable pero selectivo del Estado, Ordóñez nombró en un puesto de enorme importancia a la esposa de un magistrado de apellido Bustos que es el protagonista del peor escándalo de corrupción en la historia de la rama judicial colombiana.

El viernes 18 el Trump colombiano lanzó por Twitter una sarta de mentiras contra el brillante abogado Rodrigo Uprimny, un hombre ajeno a las mezquindades, por recordar la verdad: que el señor Bustos fue parte de la Corte Suprema de Justicia que ternó a Ordóñez para su reelección –luego anulada– como procurador. El sábado 19 en la ciudad de Popayán, en Cauca, la emprendió contra los periodistas que siguieron preguntándole por Bustos: se puso a hablar, en una bocanada de furia digna de cualquier Maduro o de cualquier Correa, de un periodismo vendido al Gobierno, entregado a causas ilícitas, irresponsable y sectario, él, que se ha pasado su campaña ridícula aclarando que no quemaba libros sino revistas cuando era un muchacho de treintipico. Quién sabe qué haría el domingo, pero el que peca y reza empata.

Hoy es claro que se ha puesto el peluquín de Donald Trump, el peluquín de un racista imperdonable, el bisoñé de un caradura capaz de incendiarlo todo con tal de subir –quizás en este caso sea “bajar”– al poder, pero también es evidente que está saliéndole muy mal.

Podrá estar azuzando a quienes han creído que la mejor defensa –de la tierra, de la familia, de Dios– es el ataque, pero lo está haciendo en un mundo y en un país que también se ve cansado de la estrategia del odio, de la industria de la calumnia. La devastadora victoria de Trump sirvió para aclarar que el viejo mundo no ha dejado de hacer parte del mundo, y sirvió para recordar que los liberales pierden cuando deciden que sus enemigos en realidad son los liberales menos liberales, pero ahora, cuando ya ha sido probado lo que pasa al entregarle un país a un déspota que miente y arremete, tiene que servir para desvirtuar ese discurso amañado que –como el de Ordóñez– pide tolerancia con la intolerancia y llama punto de vista a la violencia.

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