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Crónica de una respuesta lanzada en una botella al mar

Una emigrante venezolana agradece en un vídeo viralizado por las redes sociales un artículo de Juan Cruz sobre su país

Ariana Cubillos (AP)

No todo está mal cuando aparece al menos una sola señal de algo bueno. A Juan Cruz se le ocurrió hace un par de días escribir con el corazón en tinta y cuajó un bello texto donde evocaba los tiempos de una España gris, la que se desempolvaba lentamente de tanta pólvora y seguía en la estrechez de esperanzas mermadas, bogando la incierta marejada de una dictadura que le cortaba las alas.

Cruz escribió sobre las mujeres de sus islas Canarias que parecían viudas sin serlo, enlutadas por la serena dignidad de esperar y esperar y esperar de lejos la fortuna o los infortunios que corrían los maridos que se habían ido flotando lejos de las islas en busca de un porvenir. Muchos de ellos llegaron a Venezuela y no pocos volvieron abatidos, pero muchos otros lograron despertar una nueva vida que les permitió volver a Canarias como Melquiades a Macondo: con electrodomésticos o el dinero como para comprarlos por primera vez en su vida, o con ladrillos y maderos adquiridos también por vez primera como para hacerse una casa propia en su España natal no sin antes cincelar en el dintel “Gracias, Venezuela”. No todo está tan mal cuando por lo menos se lee una voz que evoca ese pretérito para precisamente poner en tinta la innegable urgencia con la que todos deberíamos de dolernos por Venezuela, la otrora generosa tierra de sueños que lleva ya no pocos años sumida en la desgracia de la cerrazón, la sordera de la razón, el delirio de la sinrazón y la megalomanía autoritaria que la tiene no sólo con largas filas de hambre, sino también con sangre.

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Pocos lectores recuerdan que Juan Cruz es el periodista que de joven escribía cartas para esas vecinas analfabetas que le dictaban sus vidas al día para enviarlas a Venezuela; lo hacía como los evangelistas de los portales de la Plaza de Santo Domingo en la Ciudad de México que a la fecha siguen prestando sus taquigrafías y las yemas de los dedos sobre teclados para traducir lo que dictan las personas que simplemente no saben escribir y recurren precisamente a los escritores para decir lo que sienten, informar lo que pasa y desear lo mejor así sea por encima de los océanos… al final, inventaban su firma para dar fe de la veracidad de la misiva.

Botella al mar, el artículo de Juan Cruz era además el valiente ejemplo de hablar públicamente de la desgracia de Venezuela y del marasmo irracional de su actual desahucio político desde una España donde no pocos politicastros y pedantes de pacotilla le deben a Venezuela incluso en efectivo los insumos para sus ínfulas, mas no se pronuncian en pro de las libertades básicas que han sido violadas desde el trono de Caracas, aunque en España se les permita besarse en la boca en las escaleras del Parlamento u opinar y legislar democráticamente allí en las “Estructuras y Superestructuras” (diría alguno de sus paladines) tan ajenas al mancillado sueño de Bolívar ahora convertido en pesadilla bolivariana (que no es lo mismo). Botella al mar, todo periodista que escribe de pronto con el corazón en tinta sabe que rara vez recibe respuesta a sus párrafos y que sus palabras corren el peligro de perderse en altamar… pero no todo está mal cuando se da de pronto la rara epifanía de ser leído.

La venezolana Mónica Martínez Paz leyó el artículo de Juan Cruz y aprovechó la siesta de sus dos pequeñas hijas para salvar del vacío el gesto. Quiso dar las gracias grabando un vídeo en las redes sociales, otra botella al mar pero de eso que llaman la red y abrazar de lejos a todos los que iban implícitos en la nota: los españoles agradecidos, la inmensa España que no olvida las tierras donde resucitaron los transterrados, la generosa camisa blanca que acepta la diversidad de los acentos y el sabor de todas las palabras que agarran otro color en cada uno de los países de Hispanoamérica, pero en particular, las mujeres de negro, las sombras del pretérito, las no pocas familias que no naufragaron en la orfandad de la distancia y se comunicaban por cartas escritas por un joven que siempre ha querido ser no más que escritor: el que escribe lo que tienen que decir los demás y lo que sienten las lágrimas ajenas, las ilusiones pendientes y la distancia que parecía insalvable cuando –en realidad— seguimos juntos.

Ahora lo sabe Mónica Martínez Paz, que su vídeo se volvió el pretexto para verla llorar en pantallas de teléfono y ordenadores portátiles, y además el inexplicable vehículo para que le contestaran no sólo sus familiares y amigos, sino también personas que hacía tiempo se habían perdido en su biografía: le escribió una maestra de su remoto pasado y amigos de una Barcelona que la conoció cuando andaba en los cafés y bibliotecas de cuenta cuentos para niños anónimos. Ella vive lejos de Venezuela desde hace 16 años y ha fincado una vida feliz con su esposo venezolano (que también lleva 7 años lejos del Arauca vibrador) y toda la espuma que los hermana es la savia entrañable de quien quiso agradecer un artículo leído en un periódico sin imaginar que esas botellas lanzadas al mar siempre llegan a la serena playa callada e íntima que merecen; lo hizo con la idea de que una sola persona la escuchara leyendo el artículo en voz alta, entrecortada por la emoción y con la ilusión de que el ramo llegara a manos del autor… quiso agradecer lo que ella misma recibió al leerlo y terminó por dar un regalo invaluable no sólo para Juan Cruz sino para los muchos que dolemos de Venezuela, quienes no hemos podido poner en párrafos el injusto dolor de una tierra tan amada en sus canciones y escritores, amigos y paisajes, pretéritos y futuros que no merecen empañarse con el horror de la violencia, el asco de la verborrea y la demencia vodevil (más vil que nunca) de los primates uniformados, los discursos vacíos y el despilfarro de desahucios.

A Mónica Martínez Paz le consta esa neblina llamada soledad que se filtra en la saliva y se anida en los párpados como agua salada del mar que nos separa de las querencias. De eso también sabe mucho Juan Cruz desde que escribía como amanuense emocional las cartas que se enviaban desde Canarias a Caracas, de Tenerife a Maracaibo o de Lanzarote a Puerto La Cruz… pero que conste para ambos y no pocos lectores ahora también testigos de lo que navegó a través de las velas de un barquito hecho de periódico: en realidad, no estamos solos cuando hay alguien que nos escribe desde lejos o bien, nos lee de tan cerca.

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