El Watergate mexicano
Nunca es buen momento para ser sorprendido espiando a alguien, pero para el gobierno de Enrique Peña Nieto la ocasión no pudo ser peor
Hace un par de semanas se cumplieron 45 años de que cinco hombres sorprendidos plantando micrófonos en las oficinas del Partido Demócrata de Estados Unidos dentro del complejo de edificios “Watergate” de Washington.
Antes de que pasaran 24 horas de su arresto, el 17 de junio de 1972, los cinco individuos ya habían sido vinculados a la Casa Blanca pues en la libreta de teléfonos de uno de ellos aparecía el nombre y número de Howard Hunt, un asesor del presidente Richard Nixon.
El resto, como dicen, es historia.
El 19 de junio, justo cuando se marcaba este aniversario, el diario The New York Times revelaba que, en México, software comprado por el gobierno federal para penetrar y “secuestrar” dispositivos digitales había sido dirigido a periodistas y activistas en lugar de criminales, el supuesto objetivo de la compra del programa Pegasus a la firma NSO Group.
Nunca es buen momento para ser sorprendido espiando a alguien, pero para el gobierno de Enrique Peña Nieto la ocasión no pudo ser peor. Apenas un mes antes, Peña Nieto había movilizado a sus funcionarios para que la opinión pública tomara en serio las afirmaciones de que su gobierno es respetuoso de la libertad de prensa, luego del asesinato del periodista sinaloense Javier Valdez. Pero la exhibición del esfuerzo de poner un aparato de espionaje al servicio de fines políticos (y el gasto que representa) vació de todo contenido la retórica de Peña Nieto sobre el respeto a la libertad de expresión.
La promesa de autoridades de una investigación a fondo resulta tan hueca como las promesas anteriores
Días después, el discurso presidencial sobre tolerancia democrática fue desmentido por la revelación de que líderes del PAN también habían sido objeto de espionaje. La noticia hizo aún más irresistible una comparación con Watergate.
El escándalo que llevó a la caída de Richard Nixon, hay que recordarlo, no fue solamente por el espionaje en las oficinas del Partido Demócrata. Esos micrófonos eran sólo un eslabón en una larga cadena de espionaje y sabotaje político a los rivales de Nixon, que llevaba años en funciones y era trabajo de una unidad especial en la Casa Blanca, llamada “los plomeros”, creada precisamente porque la inseguridad del presidente lo llevó a actitudes autoritarias.
Esa es la lección de Watergate, la inseguridad de un gobernante lleva al abuso de poder, provoca una paranoia que lleva a preocuparse más por las amenazas a su posición política que las amenazas a la buena marcha de su gobierno.
Los blancos del espionaje realizado por los “plomeros” de Nixon eran igual de variados como las personas que recibieron los misteriosos mensajes de texto de Pegasus: periodistas críticos, activistas ocupados en temas incómodos para el gobierno, rivales políticos y electorales.
Su primer trabajo fue obtener los archivos del siquiatra de Daniel Ellsberg, analista militar convertido en pacifista, que había filtrado al New York Times los “Papales del Pentágono”, la historia de engaños sobre la entrada de Estados Unidos a la guerra de Vietnam. Otro objetivo fue Jack Anderson, quizá el columnista más influyente en la década de los 70, sobre todo después de que reveló cómo el gobierno había arreglado una demanda contra un gigante de telecomunicaciones a cambio de un donativo al Partido Republicano. Y, por supuesto, el espionaje en la sede del Partido Demócrata, que había iniciado en mayo de 1972. Las personas detenidas el mes siguiente no estaban plantando los micrófonos, sino que estaba reparando fallas en los que ya habían puesto.
La era digital le da un aire de prehistoria a esas prácticas análogas de entrar por la fuerza a oficinas, poner aparatos de grabación bajo los escritorios y tener que regresar a componerlos. El avance tecnológico no sólo mejora las escuchas, también reduce las posibilidades de ser sorprendido. Pero el fondo es el mismo. Y entre los paralelismos entre Watergate y el caso mexicano quizá el más importante sea el peligro de una visión torcida de la ley.
En México, el espionaje revela deficiencias más allá de una retórica hueca. La reacción del gobierno mexicano sólo empeoró las cosas al revelar una ligereza con la que Peña Nieto estaba tomando el asunto. Al mencionar que los autores del espionaje podrían ser ajenos al gobierno y al reconocer con irresponsabilidad inaudita que en ocasiones él mismo se siente espiado, el presidente dejó claro que ignora postulados básicos del estado de derecho y la seguridad nacional.
A diferencia de los periodistas y activistas espiados, Peña Nieto es el mando principal de un vasto aparato policiaco que debe detectar, investigar, perseguir y buscar el castigo de quienes, dentro o fuera del gobierno, realicen cualquier intervención de comunicaciones que no esté autorizada legalmente. Además, Peña Nieto tiene la obligación de ordenar que ese aparato policiaco se encargue de proteger y blindar sus comunicaciones privadas como un asunto de seguridad nacional. Una prerrogativa, por cierto, que el resto de los ciudadanos no tenemos porque nuestra protección la confiamos al gobierno.
Con esta indiferencia presidencial a temas fundamentales de seguridad pública y nacional, no resultan tan sorprendente que Peña Nieto haya cometido el traspié de afirmar que la ley se aplicaría no a los espías sino a los espiados. Por más correcciones que haya hecho a esa declaración amenazante, el desliz revela su particular noción de cómo funciona el estado de derecho.
Los periodistas y activistas espiados, así como las organizaciones que ayudaron a revelar el espionaje, como Artículo19, Social TIC y la Red de Defensa de los Derechos Digitales, ya han aportado tres elementos cruciales para enfocar las sospechas en dependencias del gobierno mexicano: el análisis forense de los dispositivos hecho por Citizen Lab de la Universidad de Toronto que rastreó las huellas del software Pegasus a la firma israelí NSO Group, los contratos de compra del gobierno mexicano a NSO Group y las afirmaciones de esa empresa de que sólo vende Pegasus a gobiernos nacionales.
El gobierno mexicano es el único que puede investigar esto. La sociedad civil ya hizo su parte al ponerle reflectores al tema con evidencias sólidas. Pero la promesa de autoridades de una investigación a fondo resulta tan hueca como las promesas anteriores de esclarecer otros ataques a la libertad de expresión.
Para darle a su investigación un barniz de seriedad, la Procuraduría General de la República anunció que pediría el apoyo de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) de Estados Unidos. El gobierno estadounidense aclaró que no ha recibido la petición de ayuda, pero aun si la hubiera recibido, tal asistencia probablemente sería inútil pues el FBI sólo podría hacer un análisis de los dispositivos infectados con el software espía para decirle a la PGR lo que ya sabemos: que el software es Pegasus y provino de NSO Group. No sorprendería si el FBI pide ayuda para esa prueba forense nada menos que a Citizen Lab, al ser la organización más creíble a nivel mundial para este tipo de investigaciones.
Sería un círculo del absurdo que sólo se rompería con información que el gobierno mexicano tiene en su poder y para la cual no necesita la ayuda del FBI: los reportes de quiénes manejaron Pegasus, quiénes eran los funcionarios que enviaron los mensajes de texto para penetrar teléfonos, cuáles son los números a los que fueron enviados y por qué personas específicas. Pegasus es un software demasiado delicado como para manejarlo sin bitácoras y la ausencia de éstas reforzaría las evidencias de que el programa se usó más para mitigar la inseguridad política del presidente que la seguridad del país.
Peña Nieto aún está a tiempo de demostrar que esa inseguridad en su gobierno no proviene de él, como sí provenía de Nixon en el caso Watergate. Puede demostrar que el hackeo a periodistas y activistas en momentos en que se ocupaban de algunos de los principales escándalos de su gobierno (la compra de la Casa Blanca, las desapariciones de Ayotzinapa, los abusos de la Policía Federal en Tanhuato, casos de corrupción de gobernadores priistas) fue idea de subordinados ávidos de quedar bien con el jefe pero que, en cambio, destrozaron la reputación de su gobierno. Si no lo hace, el presidente quedará como el responsable, aunque él mismo se sienta espiado.
Javier Garza Ramos es periodista, conductor del Noticiero Reporte100 en Imagen Laguna y consultor de la Asociación Mundial de Periódicos (WAN-IFRA).
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