Balance del apocalipsis
La destrucción de la mezquita de Mosul, donde se proclamó el califato, cierra el pavoroso ciclo del dominio territorial del ISIS. El peligro queda ahora en la comunidad yihadista virtual y en la permanente inestabilidad de Oriente Próximo
El objetivo no se ha cumplido. Siguen en pie los Estados de la región, aun fallidos y destrozados por las guerras civiles. Las fronteras, a pesar de su permeabilidad, siguen existiendo. El territorio del califato, proclamado el 29 de junio de 2014 en Mosul, se encoge a ojos vista y pronto nada quedará en Siria y en Irak bajo su control. El símbolo de su poder, el minarete de la gran mezquita Al Nuri, donde el falso califa Abu Bakr al Bagdadi se autoproclamó jefe religioso y político de todos los creyentes, ha saltado por los aires de la mano de los propios yihadistas. No se ha restablecido la unidad primigenia de la umma musulmana bajo la autoridad terrenal y espiritual del califa tal como pretendían, con no poca arrogancia, los terroristas. El propio califa ha desaparecido, probablemente liquidado por una bomba rusa y no estadounidense, como pudieron imaginar quienes creyeron la promesa de Donald Trump de vencer al Estado Islámico con un chasquido de sus dedos.
El califa o máxima autoridad política y religiosa del Estado Islámico de Siria e Irak, ISIS, en sus siglas occidentales, o Daesh, en las árabes, subió al púlpito de la gran mezquita hace ahora tres años para reivindicar su autoridad en una prédica que conminaba a todos los musulmanes a obedecerle y a practicar la yihad. Por primera vez, el terrorismo internacional contaba con un extenso territorio, recursos económicos, una estructura para controlar y administrar una población, con su aparato judicial, militar e incluso informativo, en forma de publicaciones, activismo en las redes sociales y vídeos que difundían sus melopeas teológicas y sus atrocidades. El efecto sobre la opinión pública internacional fue devastador y llegó a suscitar el temor a una coordinación entre territorios dominados por los terroristas desde Nigeria hasta Filipinas.
Al temor suscitado por sus atentados, y por los vídeos de sus asesinatos en masa, se añadió la idea espantosa de que un Estado terrorista pudiera consolidarse sobre las antiguas fronteras coloniales. Aunque falta completar la toma de Mosul y desalojar a los terroristas de Raqqa —su capital siria—, el proyecto territorial del ISIS puede darse ya por fracasado. Pero sus tres años de vida arrojan un balance desolador e inquietante, lleno de interrogantes sobre la persistencia de sus mensajes y el futuro de sus combatientes y seguidores.
La vida del califato territorial coincide con el periodo de mayor subversión del entero orden regional desde la descolonización. Desde junio de 2014, Arabia Saudí ha entrado en guerra en Yemen, la cuarta con las de Irak, Libia y Siria que se declara en la región. Turquía ha sufrido un golpe de Estado fallido que ha conducido a una involución hacia un régimen presidencialista e iliberal. Rusia ha regresado militarmente después de una larga ausencia y ha intervenido en la guerra siria a favor del régimen de Bachar el Asad. La tambaleante dictadura alauita ha superado el bache de las revueltas árabes y consolida ahora su control sobre buena parte del territorio. Irán ha cerrado un pacto nuclear con Estados Unidos que ha significado su regreso a la comunidad internacional. La secta de los Hermanos Musulmanes, todopoderosa después de las revueltas árabes, se halla en desbandada después de su expulsión del poder en Egipto. Y Qatar ha sido sometido a un bloqueo económico y diplomático por sus vecinos, a instancias de la monarquía saudí.
El califato terrorista deja un rastro de matanzas masivas, genocidio étnico, esclavitud femenina y destrucción de patrimonio
Si la guerra siria había desplazado desde 2011, cuando empezó, a centenares de miles de personas dentro de Siria y en dirección a los países vecinos, Líbano, Jordania y Turquía principalmente; la bandera del califato ha desatado la mayor estampida humana desde la II Guerra Mundial. Más de seis millones de civiles han huido de sus casas, la mitad en dirección al extranjero y una parte muy importante hacia Europa. Los grupos religiosos minoritarios, como los cristianos y los yaziditas, han sido diezmados y perseguidos hasta el genocidio. Esos tres años terroríficos se corresponden con la crisis de los refugiados, que ha dividido a los socios de la UE, ha arruinado sus políticas de asilo y ha puesto a prueba, con resultados negativos, la capacidad de controlar sus fronteras. Ni el Brexit, ni la amenaza de la ultraderecha lepenista en Francia ni siquiera el fenómeno de Trump pueden entenderse sin la crisis siria. Los temores a la infiltración terrorista entre los refugiados ha sido la excusa para que los populismos de extrema derecha propugnaran el cierre de fronteras.
El balance exacto tardará en establecerse. Las pérdidas de sus combatientes, especialistas en acciones suicidas, son muy elevadas. Algunas evaluaciones cifran en unos 45.000 el número de sus reclutas muertos, una tercera parte de los cuales son de origen occidental. También son muy elevadas las víctimas civiles, sin que sea posible distinguir entre los muertos provocados por el califato terrorista y las víctimas de los otros bandos o de los bombardeos. Naciones Unidas cifra en 400.000 los muertos sirios por efecto de la guerra. Muchos observadores no tienen ninguna duda respecto a la superioridad de la actividad mortífera del régimen, superando largamente al Estado Islámico, especialmente por el uso de barriles bombas y de armas químicas, además de las ejecuciones masivas.
Las pérdidas materiales son inmensas. Oriente Próximo ha perdido una parte muy importante de su patrimonio: museos y bibliotecas saqueados, la milenaria Palmira, gravemente dañada en dos ocasiones, los cascos viejos de ciudades como Homs y Mosul bombardeados y arrasados, al igual que zocos y mezquitas, madrazas y fortalezas, mientras el mercado negro del arte se ha visto enriquecido con millares de antigüedades robadas. Y lo mismo hay que decir de las infraestructuras modernas, parques de viviendas, escuelas y hospitales, cuarteles y aeródromos, como solo les ha ocurrido en raras ocasiones a países derrotados en guerras mundiales como Alemania y Japón.
Esos tres años de expansión del ISIS coincidieron con el periodo de mayor subversión del orden regional desde la descolonización
En el balance debe constar también el misterio sobre los auténticos designios del ISIS, una organización cuyos orígenes y objetivos han permitido todas las teorías de la conspiración imaginables. Dada la propensión de los servicios secretos que actúan en la región a utilizar el terrorismo, la provocación y la infiltración, nada se puede descartar respecto a las ayudas y estímulos que haya recibido el Daesh, sobre todo por parte de los Estados suníes y sus aliados. En una guerra triangular como la de Siria siempre hay un enemigo principal que concentra todos los esfuerzos e incluso puede provocar alianzas explícitas o implícitas con el enemigo secundario. El ISIS ha conseguido instalarse y sobrevivir gracias a las debilidades y errores occidentales y a la división de quienes dicen combatirlo, más preocupados por combatirse entre sí que por eliminarlo.
Después de la etapa territorial, aparentemente a punto de concluir, el peligro queda ahora en la comunidad yihadista virtual, que revivirá el mito del apocalipsis cada vez que sea necesario. Y también en la permanente inestabilidad de Oriente Próximo, donde no se ha resuelto en estos tres años ninguno de los problemas que están en el origen de las guerras y de la oleada de violencia desenfrenada que está destruyendo sus sociedades.
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