El combustible que ayuda a proteger a las refugiadas
Un proyecto en el campo de acogidos centroafricanos de Mbilé (Camerún) evita a las mujeres marchas para buscar madera en las que se exponen a agresiones sexuales
Umaru Djaratu emprendía largas caminatas dos o tres veces a la semana para regresar a su cabaña cargada con un pesado fardo de madera. Viuda, de 33 años, a esta mujer menuda y enérgica no le quedaba otro remedio que salir sola del campo de refugiados centroafricano de Mbilé, en el este de Camerún, para conseguir la leña con la que alimentar el fogón en el que prepara la comida de sus seis hijos. Unas salidas que la exponían, como a otras muchas refugiadas, a agresiones y ataques sexuales.
Ahora ya no tiene que alejarse de su precario hogar. Desde hace cerca de un año, cocina con unas pastillas de combustible fabricadas con serrín y tierra arcillosa en el propio campo de Mbilé, en el que viven unas 11.300 personas —la mitad mujeres y niños— huidas de la guerra civil que se desató en 2014 en la República Centroafricana entre milicias musulmanas (seleka) y cristianas (antibalaka). “Ya no tengo que salir a buscar madera. Pasaba mucho miedo”, asegura Djaratu tras tomar la palabra en una reunión de refugiados para defender un proyecto humanitario que cree que la protege del maltrato, al menos en parte. La financiación inicial para sostener la producción del combustible alternativo se acaba este verano y la continuidad del proyecto está en el aire.
Centenares de personas, la mayoría mujeres, se agolpan bajo una sencilla nave de madera en la que mezclan y amasan los componentes con los que preparan los pequeños bloques de carburante, que luego se secan al sol. Un centenar basta para cocinar tres comidas y los refugiados producen miles al día, lo suficiente para cubrir las necesidades de todo el campo. El proyecto, que se lanzó para 18 meses, ha sido financiado con 1,1 millones de euros por el Bekou Trust Fund, creado por la Comisión Europea y varios Estados miembros para la crisis centroafricana. En principio, la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur) está dispuesta a asumir el coste del transporte del material para la producción hasta Mbilé —el serrín lo entregan gratuitamente aserradores de la zona— con el fin de evitar que se cancele esta actividad, a la que se aferran los habitantes del campo.
El objetivo principal es detener la deforestación causada por la recogida de madera —el consumo de miles de refugiados supone centenares de toneladas al año— y eliminar así las tensiones por el reparto de los recursos naturales con la población camerunesa, además de intentar crear empleo para los refugiados. La protección de las mujeres —y de los menores que las acompañan— frente a posibles agresiones en sus largas marchas fuera del campo es un segundo objetivo que va de la mano. Pero para mujeres como Djaratu es el principal, supone más seguridad y menos carga de trabajo.
Bouba Rabiatou, de 43 años, preside el comité de mujeres del campo y también liga la producción del combustible alternativo a la “seguridad” de las refugiadas, aunque evita extenderse sobre las denuncias de violencia de género. Hablar de malos tratos es difícil, y más de violación, un tabú que ven como una vergüenza y que en su comunidad lleva al ostracismo.
No hay una relación de casos denunciados en el campo, pero sí constancia de ello. “Cuando los refugiados llegaron a Mbilé en 2014, los ataques eran frecuentes. Al menos uno por semana”, explica Charles Nedritu, coordinador de Acción contra el Hambre en Batouri (capital del departamento de Kadey, donde se ubica el campamento de Mbilé a unas decenas de kilómetros de la frontera con la República Centroafricana). La violencia no era solo y siempre física, también verbal, generalmente por parte de la población local, que a veces exigía algo a cambio para desistir de la agresión. Los casos que salieron a la luz se denunciaron a las autoridades, pero la cifra real permanece oculta. Los datos que recoge Acnur solo dejan entrever parte del problema: el año pasado, la agencia de la ONU registró 571 casos de violencia de género sufrida por centroafricanas en Camerún (el país acoge a un total de 275.000 personas del país vecino).
Los programas de apoyo psicológico y de protección puestos en marcha en el campo por Acnur y ONG “llevaron a los hombres a empezar a hablar de los abusos sexuales” mientras las mujeres creaban un comité para apoyarse entre ellas. Sin embargo, el retroceso en las donaciones para el conflicto centroafricano, que ha pasado de la primera urgencia a la oleada de refugiados de 2014 a convertirse en una crisis enquistada, ha impedido la continuidad de algunos programas, así como de actividades que generen pequeños sueldos a los refugiados.
“Conseguíamos respeto y nos ayudaban a conseguir algunos ingresos, por ejemplo con la venta de galletas de arroz”, se lamenta Rabiatou, que teme como muchos que también se elimine la fabricación del combustible alternativo. “Ahora que lo tenemos, las mujeres se sienten más seguras”, subraya esta mujer durante una visita al campo de la Dirección General de Ayuda Humanitaria (ECHO) de la UE, con la que viajó invitado EL PAÍS a Camerún a mediados de mayo, y que ha insistido en la importancia de seguir financiando el programa de combustible alternativo, entre otros que pueden dar a los refugiados una mayor autosuficiencia.
Acción contra el Hambre ha dirigido hasta ahora el proyecto sobre el terreno —ideado por la agencia de cooperación alemana GIZ— y lo ha extendido con nuevas unidades de producción a la población local, lo que ha reducido las tensiones. Hasta 3.000 personas trabajan fuera y dentro del campo en la producción de las pastillas de tierra y serrín, pero las posibilidades de comercialización del producto para hacerlo sostenible están en el aire.
Matrimonios forzados a edad cada vez más temprana
Zouera, de 13 años, comparte con una tía suya una choza de adobe cubierta de hojas de palmera en Mbilé. A su rutina diaria de “lavar, limpiar y hacer la comida” ya no tiene que añadir las marchas semanales de “dos horas” para encontrar madera, aunque asegura que “no tenía miedo”. Tímida y pendiente de cubrir su cabeza y buena parte del cuerpo con una gran pañuelo -prácticamente todos los acogidos en el campo son musulmanes-, Zouera ya no asiste regularmente a la escuela del campo. Pero no piensa demasiado en su futuro. Supone que se casará. El cuándo y con quién, lo decidirá su tía.
Las agencias humanitarias han advertido entre los refugiados un aumento de los matrimonios forzados de niñas. “Los servicios sanitarios también lo notan, cada vez llegan al primer parto más jóvenes”, destaca María Scicchitano, experta en temas de género del Fondo de Población de Naciones Unidas (UNFPA, en sus siglas en inglés) en Camerún. Solo Acnur, la agencia de refugiados de la ONU, registró el año pasado 80 casos de matrimonio forzado entre las refugiadas centroafricanas de Camerún. “Es un mecanismo de supervivencia negativo. Las familias creen que las niñas estarán más protegidas si las casan pronto”.
Según una estadística oficial del Gobierno camerunés de 2014, la mitad de las mujeres del país se casa -o son casadas- antes de los 18 años, y un 18% antes de los 15. Scicchitano pone los datos en cuarentena. “El miedo a hablar y la vergüenza esconden el verdadero alcance del problema de la violencia de género”. Y las mujeres refugiadas son “especialmente vulnerables”. El Fondo trabaja en la sistematización de la recogida de datos de violencia de género por parte de las agencias humanitarias y ONG que están sobre el terreno para acercarse a la dimensión real de esta lacra.
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