Melania, el enigma de la Casa Blanca
La esposa de Donald Turmp ha resultado ser una incógnita: ¿es una primera dama florero o es la mujer más poderosa del mundo?
Decía Catón que los hombres gobiernan el mundo. Y que las mujeres gobiernan a los hombres. No se trata de un dogma, pero sí de una precaución que invita o incita a tomarse más en serio la figura de Melania Knauss (Eslovenia, 1970), no vaya a suceder que el presidente de EE. UU., henchido de testosterona y de furor cabrío, sea un juguete entre sus manos o el espejo invertido de Pigmalión.
La hipótesis desmentiría la exégesis de la mujer florero, aunque Melania no tiene acceso a los debates de la hipersensibilidad machista en cuanto tercera esposa de un macho alfa mega facha. Se puede decir lo que se quiera de ella. Que es una barbie clueca. Que es una arribista de piernas largas. Y que es un prototipo de silicona. No va a salir Pablo Iglesias a defenderla. Porque Melania Trump no es una mujer plena en la acepción progre. Es una acompañante, una escort girl en el imaginario condicional de la opinión pública. Y se supone, por añadidura, que su opulento esposo la eligió ojeando alguna revista de entretenimiento masculino. Y no fue así.
La conoció en 1998 en un club de moda de Nueva York —el Kit Kat— y perseveró hasta conseguir su teléfono, aunque el noviazgo se resintió de la primera intentona de Trump a la Casa Blanca. Quiso acceder desde el Partido Reformista (2000) y se precipitó una ruptura sentimental que luego ambos remediaron haciendo oficial el compromiso (2004) y casándose después (2005) en presencia de… Hillary Clinton. La futura rival estaba entre los invitados. Se había consolidado en los medios sensacionalistas la versión posmoderna de la Cenicienta: una chica eslovena cuyo padre se empleaba en un taller mecánico, y cuya infancia transcurrió en una barriada humilde de la remota Yugoslavia, cazaba a uno de los hombres más ricos del mundo.
Podemos reírnos de Melania porque haber nacido en los Balcanes y haber trabajado como modelo precoz —la ficharon en Milán a los 16 años— sobrentiende que es una hechicera del tálamo, cuando podría decirse con igual convencimiento que es una superviviente. Superviviente de su propio marido. Con el que lleva casada casi 12 años. Y al que ha proporcionado un hijo, Barron, del que nos podemos reír porque es blanco y gordo. No ayuda el nombre, las cosas como son.
Ni le ayuda a Melania la comparación en la tarea descomunal de sustituir a Michelle Obama, la primera dama perfecta. Es la contrafigura absoluta. Blanca y negra; pasiva y activa; adjetivo y sustantivo; pareja anacrónica, matrimonio moderno. Por eso tuvo que plagiarle un discurso a Michelle. Y se convirtió el plagio en escarnio universal, aunque su esposo fue capaz de sacarle partido en aquella ceremonia benéfica donde se aireó el equívoco y donde se escenificó el rubor conyugal. Al límite de humillarla.
Melania se ha abstenido de implicarse en la campaña y en la presidencia más allá de las formalidades. No se expone al hablar. Su discurso más entusiasta se ha prolongado 15 segundos. Y su resistencia a vivir en Washington hace suponer una aversión al papel institucional. No sabemos lo que piensa. Ni siquiera cuando su marido la convoca al escenario con los ademanes y las intenciones de Pedro Picapiedra: “¿Dónde está mi supermodelo?”, jalea una y otra vez.
Y la supermodelo reacciona con el síndrome de Paulov. Y se presenta en el escenario, asumiendo un papel gregario del que nos podemos reír porque Trump es un mamarracho de ademanes cavernícolas. Y porque Melania ha declarado que sus pasiones son el pilates, las joyas y las revistas de moda. Y porque sus obras de caridad responderían al placebo de su vida de lujo.
¿Es realmente así? ¿Se la puede caricaturizar hasta el extremo de considerarla una muñeca? Al contrario, podría ocurrir que fuera un enigma. Un enigma y una paradoja, pues va a resultar que el presidente xenófobo está casado con una inmigrante eslovena (obtuvo el pasaporte en 2006). Y podría suceder, acaso, que la inescrutable Melania fuera la mujer más poderosa del mundo, haciendo suyo el aforismo de Catón. Gobernando sobre su marido. Y ocultándose ella misma en la maraña de los tópicos que dibujan o desdibujan su icono de consorte.
No es la primera dama extranjera en EE. UU. El presidente John Quincy Adams (1825-1829) desposó a una londinense, Louisa Adams, cuya efigie terminó acuñada en las monedas de curso legal y cuya sofisticación la convirtió en una personalidad revolucionaria. Tocaba el arpa, escribía obras de teatro, cultivaba gusanos de seda y se quedó embarazada en 14 ocasiones.
No pretende emularla Melania. Ni por la fertilidad ni por las inquietudes intelectuales. Se diría que se aferra a un papel decorativo para preservar su hermetismo. Y que semejante autodisciplina tanto satisface el ego público de Donald en el reparto de papeles —ama de casa, patrón— como implica un mensaje pernicioso en la batalla de la discriminación. Más aún considerando la resonancia del Despacho Oval.
“La primera dama”, escribía Gabriela Wiener en The New York Times, “es un papel en blanco sobre el que estamos proyectando nuestras pesadillas. Todos esperan convertirla en su instrumento: mientras su marido parece usarla como un trofeo, los enemigos de Trump la quieren de arma arrojadiza, e incluso desde el feminismo la hemos usado como símbolo de un estado de cosas, minimizando o exacerbando las circunstancias de su drama particular, en caso de que sea efectivamente un drama”. El supuesto drama adquirió categoría de etiqueta cuando las redes sociales alumbraron el hashtag #FreeMelania, sobrentendiéndose que estaba secuestrada por su marido. Y llegándole a implorar, las redes, de broma, que pestañeara dos veces para comunicar en clave si se encontraba en verdadero peligro.
Es una exageración del papel sumiso y una prueba de las dificultades que implica conocer a Melania fuera del estereotipo de la mujer objeto o lejos de un retrato mordaz que la convierte en geisha de Trump y en enfermera de su jubilación. Puede que Melania sea lo que parece. Y puede, en cambio, que parezca lo que no es. Y que acaso sea la mujer más poderosa del planeta: “Tengo dos hijos. Mi chico pequeño es Barron. Y mi chico grande es Donald”.
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