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Columna
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De una blanca a otra

El turbante y el concepto de existir violentamente

Eliane Brum

Thauane:

El 4 de febrero publicaste el siguiente texto en tu página de Facebook:

“Voy a contar lo que pasó ayer, para que entendáis por qué estoy enfadada con esta historia de la apropiación cultural: estaba en la estación con el turbante, tan guapa, me sentía una diva. Y empecé a fijarme en que había bastantes mujeres negras, muy guapas, por cierto, que me lanzaban miradas atravesadas, como diciendo ‘mira ahí, la blanquita, apropiándose de nuestra cultura’, y por fin vino una a hablar conmigo y a decirme que yo no debería llevar turbante por ser blanca. Me quité el turbante y dije ‘estás viendo esta calva, esto se llama cáncer, ¡así que me pongo lo que quiero! Adiós’.Me fui y la dejé con cara de planchada. Y, sinceramente, no veo cuál es el PROBLEMA de esta sociedad nuestra, Dios mío”.

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Al final, creaste el hashtag: #VaiTerTodosDeTurbanteSim (#SíQueVanALlevarTurbanteTodos).

Desde entonces, Thauane, has dado entrevistas, has sido insultada y has sido elogiada en las redes sociales. Desde entonces, se han producido una gran cantidad de textos de opinión, piezas y publicaciones sobre lo que te pasó. Una parte significativa de ese material producido contenía acusaciones al movimiento negro, de que estaría haciendo algo llamado “racismo reverso”. 

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El episodio relatado por ti y la repercusión de tu relato son de todo, menos una banalidad. Ambos cuentan de un momento muy particular de Brasil en lo que se refiere a la denuncia del racismo. Un momento que, por su riqueza, no puede ser vedado por muros. Por eso, decidí escribir mi columna pública como una carta dirigida a ti. Porque no podría hablar de ti tan solo como “la blanca del turbante”. Sí, eres blanca. Y te pusiste un turbante. Pero también eres Thauane, una mujer y sus circunstancias. Así que la carta es el género con el que mejor puedo expresar mi afecto.

Escribo una carta con la esperanza de que la palabra atraviese los muros

Creo mucho en las cartas, Thauane, porque suponen un remitente y un destinatario. Y expresan algo aún más fabuloso, que es el deseo de llegar al otro. Pocas cosas son más tristes que cartas perdidas, extraviadas. Cartas que no llegan a su destino. Y, cuando hablamos con un muro en medio, las cartas no llegan. El muro impide el movimiento de la palabra.

Así, Thauane, empiezo diciéndote que no sé cómo es recibir un diagnóstico de leucemia. No sé cómo es perder el cabello a los 19 años. No sé cómo es creer que has encontrado una salida estética para cubrir la desnudez de la cabeza y escuchar que esta salida no es ética. No lo sé. Pero intento saberlo. Creo profundamente en vestir la piel del otro. Pero también conozco el límite de este gesto. Buscamos vestirla pero no conseguimos vestirla por completo. La belleza de este movimiento es precisamente la búsqueda.

Cuando se trata de vestir tu piel, consciente de los límites de este gesto, puedo sentir cuán duro debe de haber sido escuchar lo que dices haber escuchado: “No puedes llevar turbante porque eres blanca”. Tener cáncer es estar desnudo de tantas maneras diferentes, y tu desnudez estaba expuesta en tu cabeza. Y habías encontrado un abrigo que tenía sentido para ti, que era un turbante bonito. Para ti tampoco era solo un accesorio, tal vez fuese casi una casa. Y la extraña que te aborda, que corta esa escena con un “no” puede haberte dolido en partes del cuerpo que no sabías ni que existían.

Es más fácil vestir la piel blanca que vestir la piel negra, por eso tengo que esforzarse más

Esto es lo que palpo cuando intento alcanzarte tras apenas haberte leído en Facebook. Tú doliendo. Y, al sentirte atacada, te apropias de lo que consideras tu derecho a vestir lo que quieras, a expresarte como quieras por lo que te pongas en el cuerpo, y dices que sí, TODOS pueden llevar turbante, aunque las negras te digan que no, porque, después de todo, ¿cuál es el problema de ser blanca y llevar turbante? A final de cuentas, ¿no sería hasta un reconocimiento y un homenaje, ya que consideras algo identificado con la cultura negra tan bonito que eliges ponértelo en la cabeza? Y esto te parece bastante obvio. Y parece bastante obvio para muchas personas que te apoyan.

Te escucho. Y entiendo el camino de tu pensamiento. Y me doy cuenta de que, para mí, no es difícil vestir tu piel, aunque no pueda, jamás podré, vestirla por completo. En este punto me atraviesa la primera interrogación. Es más fácil para mí vestir tu piel blanca que vestir la piel negra de la mujer que te abordó con un “no”. Tengo más elementos para vestir tu piel blanca y muchos menos elementos para vestir su piel negra. Por una razón bastante obvia: llevo una vida de mujer blanca en un país como Brasil.

Este hallazgo hace que me dé cuenta de que, precisamente porque es más difícil, tengo que esforzarme más. Mucho más. Sabes, Thauane, nací y crecí en una ciudad donde la mayoría son descendientes de inmigrantes europeos, sobre todo alemanes. Yo misma soy descendiente de italianos. Crecí observando cómo el racismo era una condición tan natural como comer y dormir. No el racismo disfrazado de tantos, sino el racismo que ni siquiera se extraña a sí mismo. Así que, cuando comenzaron los debates sobre las cuotas sociales vs. las cuotas raciales, y esto porque no estoy contando el porcentaje de la población que cree que no hace falta ninguna cuota, no me fue difícil llegar a la conclusión de que las cuotas deberían ser raciales.

En la ciudad de mi infancia, a las negras ni siquiera se las aceptaba como empleadas domésticas. Como los patrones eran descendientes de inmigrantes europeos, no traían la experiencia de la Casa Grande, en que los negros esclavizados hacían todo el trabajo duro, dentro y fuera de las casas. Al contrario. Los abuelos y bisabuelos de la mayoría, como era el caso de los míos, lograron escapar del hambre de sus países de origen gracias a la idea de blanqueo de Brasil, que constituyó el cierne de las políticas de inmigración del siglo XIX. Para evitar el riesgo de que Brasil se quedase más negro, se importó carne blanca. En la región donde yo vivía, había dos parias: los indígenas y los negros.

En el Brasil de mi infancia, ser empleada doméstica era casi ser esclava. Como todos sabemos, aún hoy, en tantos lugares, sigue así. Pero el racismo era tan profundo que ni para cocinar, lavar y limpiar sin límite de horas para terminar la jornada y ganar un sueldo de miseria al final servían las negras. ¿Sabes por qué? Porque una buena parte de las familias blancas no querían que la piel negra ensuciase su comida, su ropa de cama, su mundo. Por eso, incluso para los servicios con la peor remuneración y con las peores condiciones de trabajo se les daba preferencia a los blancos pobres. El racismo, una vez más, condenaba a las negras a ver a sus hijos pasar hambre.

Necesitamos menos exclamaciones y más interrogaciones para llegar al otro

Me di cuenta de que yo, como mujer blanca, descendiente de inmigrantes europeos, ya había nacido en este país con muchos privilegios. Me di cuenta por primera vez por intuición, al observar mi entorno, y luego fui a estudiar para entenderlo también por medio de los hechos, de las reflexiones y del proceso histórico. He nacido en este país con privilegios. Pero no solo eso. Me doy cuenta de que ya me he insertado en este mundo por la experiencia de existir violentamente. Profundizaré en este concepto más adelante. 

Cuando oímos un “no”, Thauane, nuestra primera reacción es responder con un “sí”. Sí, voy a hacerlo. Sí que voy. Sí, puedo. Sobre todo, en una época en que se vende la idea de que podemos todo. Y de que poder todo es una especie de derecho. Pero no, no podemos todo. Y nos encontramos frente a esta realidad todos los días. Entiendo también, Thauane, que sabes de esto tal vez mejor que la mayoría, porque no hay nada más revelador de nuestros límites que una enfermedad que nos pone frente a la tragedia mayor de la condición humana, que es el morir. Y una enfermedad como el cáncer, incluso cuando hay muchas posibilidades de curación, nos lanza a este abismo. Porque solo la posibilidad ya es devastadora.

Pero he aprendido, Thauane, y eso me ha venido con el envejecimiento, que, muchas veces, incluso cuando podemos, no podemos. O, dicho de otro modo: el hecho de poder no quiere decir que debamos. Así, es verdad. Puedes usar un turbante, aunque una parte significativa de las mujeres negras digan que no puedes. Pero, ¿debes? ¿Debo?

Como para mí es más difícil vestir la piel de una mujer negra, porque al ser blanca tengo menos elementos que me permitan llegar a ella, tengo que hacer un esfuerzo mayor. No porque yo sea fantástica, sino por imperativo ético. Y la mejor forma que conozco de llegar a otro, sobre todo cuando por cualquier circunstancia ese otro es diferente de mí, es escuchándolo. Así que, cuando oí que no debería llevar turbante, entre otros símbolos culturales de las mujeres negras, fui a escucharlas. Creo que esto es algo que tenemos que rescatar con urgencia. No responder a una interdicción con una exclamación: “¡Sí que puedo!”. Sino con una pregunta: “¿Por qué no debería?” Las respuestas categóricas, así como las certezas, nos mantienen en el mismo lugar. Las preguntas nos llevan más lejos, porque nos llevan al otro.

La respuesta más completa que encontré a mi búsqueda fue un texto de Ana Maria Gonçalves. Escritora de gran talento, mujer, negra. Autora de Um defeito de cor (un defecto de color), una novela extraordinaria. Sugiero la lectura del texto completo, publicado en Intercept. Pero reproduzco aquí los fragmentos que me parecen fundamentales para poder seguir escribiendo mi carta de blanca. Ana Maria Gonçalves dice:

“Gran parte de la población blanca brasileña sabe de sus orígenes europeos y cultiva, con amor y orgullo, el apellido italiano, el libro de recetas de la bisabuela portuguesa, la menorá que está desde hace varias generaciones en la familia. Quien puede permitírselo va, al menos una vez en la vida, a visitar el lugar de donde salieron sus ancestrales y a conocer a los parientes que se quedaron por allá. ¿Y los descendientes de los africanos de la diáspora? Cuando llegaron aquí, los traficantes de personas ya habían borrado los registros del lugar de donde habían salido y habían redefinido etnias con nombres genéricos, como Mina (todos los que habían embarcado en la costa de Mina), les habían hecho dar vueltas y vueltas alrededor del Árbol del Olvido (ritual que creían que borraba todas las memorias y la historia) o pasar por la Puerta de No Retorno, para que nunca más sintiesen ganas de volver, separándolos en lotes que eran más valiosos cuanto más diversificados, para que no se entendiesen.

Aún en tierras africanas habían sido sometidos al bautismo católico para que dejasen de ser paganos y adquiriesen un alma por medio de una religión 'civilizadora', y se les había puesto un nombre 'cristiano', que se unía, en tierras brasileñas, al apellido de la familia que los había adquirido. En Brasil, no podían hablar sus propias lenguas, manifestar sus creencias, ser dueños de sus propios cuerpos y destinos. Para que algo fuese preservado, fueron siglos de luchas, de vidas perdidas, de palizas, torturas, 'jeitinhos', humillaciones y enfrentamientos en nombre de los miles que aquí llegaron y de los que quedaron por el camino. Como resultado de esto, somos lo que somos: seres sin una pertenencia definida, sin raíces fáciles de rastrear, que ya no son de allá y que nunca han conseguido establecerse por completo aquí. 

El vivir en un turbante es una forma de pertenencia. Es juntarse a otro ser diaspórico, que también vive en un turbante y, sin que haga falta decir nada, saber que él sabe que tú sabes que aquel turbante sobre nuestras cabezas costó y sigue costando nuestras vidas. Saber que nuestra precaria vivienda ya ha sido considerada ilegal, inmoral, abyecta. Para cargar este turbante sobre nuestras cabezas, tuvimos que esconderlo, escamotearlo, disfrazarlo, renegar de él. Era abrigo, pero también símbolo de fe, de resistencia, de unión. El turbante colectivo que habitamos fue constantemente racializado, no respetado, invadido, desacralizado, criminalizado. ¿Dónde estabais cuando todo esto estaba pasando? Vosotros que, ahora, cuando casi hemos conseguido restaurar la dignidad de nuestros turbantes, queréis meter los pies por la puerta y ocupar el sofá de la sala. ¿Dónde estáis cuando necesitamos ayuda y humanidad para preservar estos símbolos? 

El turbante que habitamos no es el mismo. Lo que para ti puede ser tan solo ganas de mostrar que vas a tu aire, de proyectarte como un ser libre y sin prejuicios, para nosotros es un lugar de conexión”.

Las mujeres negras quieren evitar que el turbante, un símbolo tan precioso para ellas, se convierta en mercancía en nuestra cabeza

No sé cómo escuchas esto, Thauane. Pero te puedo contar cómo lo escucho yo. Escuchar la voz de Ana Maria Gonçalves, así como la de otras mujeres negras, produce movimiento en mí. Las voces de esas mujeres me ensanchan por dentro. Ensanchan mi visión de mundo. No conseguiría entender de esta forma, de esta forma que me atraviesa el cuerpo, si no fuese porque ellas tuvieron la paciencia de explicármelo con palabras que también atraviesan sus cuerpos. 

Entiendo que, para ti, el turbante también significaba abrigo. Y tal vez abrigo del dolor. Pero tienes otras formas de encontrar abrigo para tu cabeza desnuda. Así como yo tengo otras formas de expresarme a través de lo que me pongo en la cabeza. Las mujeres negras nos explican que no. Que para ellas el turbante es memoria, es identidad y es pertenencia. Es, por lo tanto, vital. Lo que las mujeres negras nos dicen, Thauane, es que no quieren que el turbante, que es tan precioso para ellas, se convierta en mera mercancía en nuestra cabeza. Así que, Thauane, creo que tú y yo tenemos que escucharlas. Y podemos no ponernos un turbante. Por cierto, no ponernos un turbante es precisamente lo mínimo que podemos hacer.

Y podemos no usarlo por muchos argumentos, pero aquí me basta este. Porque son ellas quienes me lo dicen. Las mujeres negras, las que en el pasado fueron arrancadas de sus tierras y traídas como carga a Brasil para trabajar como esclavas, las mujeres negras que eran violadas por los blancos como desacontecimiento cotidiano. Las mujeres negras, que dejaron de amamantar a sus propios hijos para amamantar a los hijos de las señoras blancas. Las mujeres negras, que fueron obligadas a criar a los hijos de otras mientras los suyos eran olvidados. Las mujeres negras, que, cuando sus hijos sobrevivían al hambre, a los malos tratos y a las enfermedades, todo lo que podían esperar de un futuro era que también fueran esclavos. Las mujeres negras, que en el presente siguen teniendo los peores sueldos, la escolaridad más baja, menos acceso a todo. Las mujeres negras, que hoy son las que más mueren de parto, son las que más pierden hijos pequeños debido a enfermedades que ya no deberían matar, son las que más sufren con hijos adolescentes y adultos en cárceles que son campos de concentración no disfrazados. Las mujeres negras, cuyos hijos son ejecutados por la policía y por escuadrones de la muerte, víctimas de un genocidio que causa poca revuelta en la parte blanca de la población. Las mujeres negras, que son las que más violaciones sufren y las que tienen menos acceso a tratamientos cuando enferman de cáncer.

Si no conseguimos establecer un diálogo que sea más que gritos de uno y otro lado, levantaremos nuevos muros

Si las mujeres negras me dicen que no puedo llevar turbante porque para ellas el turbante es un símbolo de pertenencia, las escucho. Y entiendo que no debo ponerme un turbante. Sí, Thauane, creo que tú y yo y todas las blancas de este país donde la abolición de la esclavitud nunca se ha completado podemos y debemos bajar la cabeza en señal de respeto y no ponernos un turbante solo porque las negras dicen que no podemos. Tan solo porque las hiere que usemos turbantes. Hay muchos otros argumentos, pero solo este ya me parece suficiente. 

Pero entiendo también, Thauane, que tenemos que hablar de esto. Oigo de algunas mujeres negras que es demasiado pedir que tengan la paciencia de explicarnos después de lo tanto que sufrieron durante todos estos siglos y con un genocidio negro desarrollándose ahora mismo sin causar clamor. Y entiendo que es difícil. Pero, aun así, creo que es necesario. Porque si no conseguimos establecer un diálogo que no sea más que gritos de uno y otro lado, levantaremos nuevos muros o aumentaremos aún más la altura de los ya existentes. Y creo que podemos ponernos de acuerdo en que si hay algo que este país no necesita es más muros.

Antes yo creía que con no ser racista era suficiente. Al escuchar a los negros he aprendido que es mucho más complicado

Me gustaría creer, Thauane, que si tú, en vez de oír un repentino “no puedes llevar turbante porque eres blanca”, fueses abordada de otra manera, que si en vez de “no puedes llevarlo” y “sí que voy a llevarlo” hubiese una conversación entre dos personas capaces de escucharse mutuamente, tal vez hubieses llegado a la conclusión de que no deberías ponerte un turbante. Y la historia que publicaste en Facebook sería entonces otra, más inspiradora y con mucha más potencia. 

Si este episodio hubiese sucedido hace unos años, Thauane, tal vez me hubiera sumado a tu hashtag #VaiTerTodosDeTurbanteSim (#SíQueVanALlevarTurbanteTodos). Porque me parecería una convocación más igualitaria. Hasta hace unos años, yo pensaba que bastaba con no ser racista. Me creía fantástica por defender los derechos humanos y denunciar la violencia contra las minorías. Me sentía bien por no distinguir razas, sino ver a personas. Tendría la convicción de que, al ponerme un turbante, estaría haciendo un reconocimiento y un homenaje a la otra cultura. Hasta hace unos años creía que eso era lo mejor que podría hacer como blanca en un país racista.

He aprendido, Thauane, que es más complicado. Y he aprendido que es más complicado con las mujeres negras que con los hombres negros. Desde que Internet y las redes sociales hicieron posible que sus voces resonasen más y más lejos, ya que los espacios tradicionales estaban y siguen estando bastante interdichos para los negros, he tenido la oportunidad de aprender con ellos. Esto no significa que exista una voz absoluta que tenga todas las verdades y que tenga razón a priori. Significa tener la oportunidad de escuchar y de interrogar y hasta de no estar de acuerdo, porque aprender es movimiento, no deglución.

Como blanca en un país racista, existo violentamente incluso sin ser violenta

Al escuchar a los diversos movimientos negros, Thauane, he aprendido que a veces somos racistas sin saber que lo somos. Es algo tan entrañado en nuestra aprehensión del mundo que, incluso cuando creemos no serlo, a veces lo somos. En las palabras, en los gestos, en el camino que algunos pensamientos toman. ¿Cuántas veces, por ejemplo, amigos blancos no pensaron que eran fantásticos por tratar bien a los negros? La propia idea de creerse increíble por tratar bien a alguien de otra raza presupone que habría un motivo para no tratar bien a alguien de otra raza. Y este ya es un pensamiento racista. O el famoso “no soy racista, tengo hasta amigos negros”. 

Pero lo que para mí se ha vuelto más evidente, Thauane, es lo que he llamado existir violentamente. Por más éticos que nosotros, los blancos, podamos ser, nuestra condición de blancos en un país racista nos lanza a una experiencia cotidiana en que somos violentos tan solo por existir. Cuando nazco en Brasil, en vez de en Italia, porque las élites han decidido blanquear el país, ya soy de cierto modo violenta al nacer. Cuando a mi alrededor los negros tienen los peores empleos y los peores sueldos, la peor salud, los peores estudios, la peor casa, la peor vida y la peor muerte, yo, en la condición de blanca, existo violentamente incluso sin ser una persona violenta.

Por eso escribí un texto aquí en el que afirmaba que, en Brasil, el mejor blanco consigue, como máximo, ser un buen señor de esclavos. Porque, sí, aún somos señoras y señores de esclavos, incluso cuando tratamos de ser igualitarios. Porque la desigualdad racial es nuestra condición cotidiana. Y esta experiencia de existir violentamente —o de ser violenta incluso sin ser violenta— es algo que me corroe.

No hay nada como ser blanco y estar limpito en un país donde los negros viven peor y mueren primero

Es duro, Thauane, reconocer y sentir en los huesos, cada día, que existo violentamente. No puedo escoger no existir violentamente, porque esta es la condición que me ha sido dada en este momento histórico. Pero pienso que hay algo que puedo elegir, que es luchar para que mis nietos puedan vivir en un país donde un blanco no exista violentamente tan solo por ser blanco. Y para eso tengo que escuchar. Y, sobre todo, es necesario que pierda privilegios. Me parece que hoy una de las cuestiones cruciales de este país se refiere a cuánto estamos dispuestos a perder para estar con el otro. Porque será necesario perder para que Brasil se mueva, para que el mundo se mueva. 

Y a veces los privilegios más difíciles de perder, Thauane, son los más sutiles, así como los más subjetivos. Durante siglos los blancos hablaron prácticamente solos en Brasil, inclusive sobre lo que es la cultura y lo que es la pertenencia. Los blancos hablaron prácticamente solos incluso sobre el lugar del negro en este país. Ahora, menos mal, hemos perdido ese privilegio. Y vamos a tener que hablar. Pero el primer privilegio que perdimos cuando las voces negras comenzaron a resonar más lejos es el de la ilusión de que somos limpitos porque no somos racistas. No somos limpitos. Porque no hay nada como ser blanco y estar limpito en un país donde los negros viven peor y mueren primero. Y a eso es a lo que le llamo existir violentamente.

Te escribo esta carta a ti, a todos y también a mí, con la esperanza de que atraviese los muros y llegue a su destino. Y me despido diciendo, Thauane, que, con todo tu dolor y toda tu desnudez, creo que tú, y todas nosotras, las mujeres blancas, debemos elegir perder el privilegio de llevar turbante, con todo lo que eso significa. No solo porque alguien impidió el gesto, sino porque somos capaces de escuchar argumentos y de aprender con ellos. Y porque queremos mucho estar con el otro sin que sea violentamente.

Eliane Brum es escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos, y de la novela Uma duas. Sitio web: desacontecimentos.com Email: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: @brumelianebrum / Facebook: @brumelianebrum

Traducción de Óscar Curros

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