Siria desde la ventanilla
La enviada especial del diario narra la entrada en la ciudad más grande del país y la más castigada por los enfrentamientos entre las fuerzas leales al presidente sirio y los rebeldes
Esta mañana salimos temprano de Damasco rumbo a Alepo. Google Maps dice que deberíamos haber tardado cuatro horas en recorrer los 360 kilómetros, pero debe haberse saltado la ristra de controles militares en el camino y atravesado ileso por zonas de combate, porque nosotros tardamos el doble.
Media Siria transcurre a toda velocidad por la ventanilla dando buena cuenta de su historia reciente. Apenas recorridos cinco minutos, se dibuja ante las retinas un panorama de guerra y destrucción. Balcones cosidos a balazos, edificios cuyas plantas se han precipitado las unas sobre las otras convirtiendo lo que fuera un bloque de viviendas en una enorme tarta de cemento y escombros. Llega el desierto y más desierto. Para que de repente asomen unos campos verdes en los que juegan niños embadurnados de barro y asoman brotes de viñedos.
La gente camina y camina por las carreteras, faltos de tanto combustible como del puñado de monedas que cuesta un taxi colectivo. Por fortuna, en tiempos de guerra, hacer autostop es un recurso habitual que ha armado a sus gentes de paciencia. Grupos de hombres exhalan humo en las cunetas a la espera de que una furgoneta ralentice su curso, señal para que salten a la parte trasera.
Dejamos atrás Homs con sus campos de olivos para hacer poco después lo mismo con Hama hasta toparnos con una pequeña señal azul donde se lee "Raqa". Debajo asoma una gastada flecha blanca que apunta hacia la derecha. Como para confundirse y tomar el desvío erróneo, pienso para mis adentros. El conductor debe leerme el pensamiento porque hace una mueca desde el retrovisor. Regresa el desierto con carcasas de coches calcinados que se suceden en los arcenes marcando los puntos donde un suicida se inmoló, una mina explosionó o un lanza granadas hizo blanco.
Nos cruzamos con un convoy de tanques relucientes. Sobre el lomo de un de ellos conversan varios jóvenes rubios en uniforme. No hace falta oírles para saber que lo hacen en ruso. Tampoco puedo evitar hacer un cálculo mental de cuántas generaciones separan a estos de los tanques de fabricación rusa que conducen los sirios. Seguimos avanzando y nos topamos con unos barriles repletos de cemento sobre los que se sujetan un cóctel de banderas de diferentes colores. Recordatorio de que en Siria luchan más de una docena de países.
Cuando los coches empiezan a pisar el acelerador les imitamos, a sabiendas de que debemos de estar cerca de Khanaser, corredor de entrada al sur de Alepo. A la derecha: el ISIS, quien un año atrás lanzó una ofensiva para hacerse precisamente con esta ruta. A la izquierda: territorio en manos de los armados que un mes atrás se batían por romper el cerco que más tarde desencadenó la expulsión del último reducto insurrecto en la Alepo capital.
Por fin llegamos a nuestro destino. A pesar de que mi última visita a Alepo se remonta a dos años atrás, el grado de destrucción de la ciudad le arruga a una el corazón. Las secuelas de la guerra siguen desperdigadas en los barrios más castigados por los combates recientes. Un tanque calcinado en una esquina, medio barrio reducido a la horizontal o una mezquita de la que solo queda media cúpula sobre un montón de piedras. Y, sin embargo, sobre el esqueleto de lo que fuera el barrio de Hananu, hay vida. Junto a un parque, una pareja pasea cogida de la mano, un padre le limpia cuidadosamente los mocos a su hija al tiempo que un grupo de señoras cruzan la calle empujando sus carritos.
Al levantar la vista diviso un enjambre de tumbas dentro del minúsculo parque de barrio. Más tarde me explicarán que son ya tantos los muertos que han saturado los cementerios. Este parquecillo escoltado por un semáforo y una cafetería es donde han dado sepultura a los más recientes.
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