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¿De la gran inclusión a la gran expulsión?

Estados Unidos ha demostrado una extraordinaria capacidad para absorber a millones de inmigrantes. Pero el camino nunca estuvo libre de escollos.

Barco de inmigrantes rumbo a Ellis Island en 1906.
Barco de inmigrantes rumbo a Ellis Island en 1906.The Granger Collection / Cordon Press
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Aunque los titulares de prensa parezcan indicar otra cosa, en un mundo de más de 7.000 millones de habitantes, sólo el 3% son migrantes internacionales, personas que viven fuera del país en el que nacieron. Aun así, cada vez son más los que emigran, sobre todo desde el sur del planeta hacia el norte, y, en ese proceso, el mundo sufre una transformación inevitable. Vivimos en una época en la que la proporción de personas ricas (y mayores) cada vez es menor, y cada vez mayor la de personas pobres (y jóvenes); las presiones migratorias aumentan sin cesar como consecuencia de las desigualdades mundiales y de conflictos irresolubles; y los países más desarrollados se encuentran en una crucial encrucijada demográfica y laboral.

La inmigración es una fuerza transformadora, que produce cambios sociales profundos e imprevistos tanto en las sociedades de origen como en las de acogida, en las relaciones entre los distintos grupos dentro de las sociedades de acogida y entre los propios inmigrantes y sus descendientes. La inmigración va acompañada, no sólo de procesos de aculturación por parte de los inmigrantes, sino también de medidas políticas de los Estados para controlar las oleadas. También conlleva distintos tipos de reacciones de los residentes establecidos y de sus políticos, que pueden considerar que los recién llegados son amenazas culturales o económicas. El miedo al extranjero —la xenofobia de la llamada sociedad del menosprecio— crece en mayor o menor medida con todas las formas de migraciones internacionales y se ve agudizado por la crisis económica global, los atentados terroristas, la guerra y la afluencia de refugiados.

Gran parte de la historia estadounidense puede verse como un proceso dialéctico de los procesos de inclusión y exclusión y, en casos extremos, de expulsiones y deportaciones forzosas
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Una característica fundamental de la historia de Estados Unidos ha sido la extraordinaria capacidad de la llamada nación de inmigrantes para absorber, como una esponja gigante, a decenas de millones de personas de todas las clases, todas las culturas y todos los países. Sin embargo, esa virtud admirable ha coexistido siempre con una cara más sórdida del proceso de construcción y concepción nacional. De hecho, gran parte de la historia estadounidense puede verse como un proceso dialéctico de los procesos de inclusión y exclusión y, en casos extremos, de expulsiones y deportaciones forzosas.

La magnitud de estos procesos de inclusión podría contarse a través de la historia de dos ciudades. La primera, Nueva York, ciudad de inmigrantes por antonomasia. Desde 1820 (cuando se empezó a guardar registro de las llegadas) hasta 1892 (el año en que empezó a funcionar el puesto de la sila de Ellis, en la entrada al puerto de Nueva York, junto a la Estatua de la Libertad colocada en 1886), los inmigrantes llegaban en barco a los muelles en la punta de Manhattan y después pasaban por el cercano Castle Garden (el primer centro de recepción de inmigrantes en EE.UU.). Más de 100 millones de estadounidenses son descendientes de aquellos (en su inmensa mayoría, europeos) que llegaron esa primera ola de inmigración.

Más tarde, desde 1892 hasta su cierre en 1954, la isla de Ellis fue el puerto de entrada de más de 12 millones de personas y el centro de inspección de inmigrantes con más tráfico de Estados Unidos, sobre todo entre 1905 y 1914. A partir de 1924, ese islote sirvió principalmente como centro de detención y deportación. Otros 100 millones de estadounidenses descienden de personas que llegaron entonces a la isla de Ellis y se repartieron por todos los rincones del país. Es decir, más de la mitad de la población estadounidense actual (320 millones de habitantes) tiene antepasados que entraron por la ciudad de Nueva York entre la década de 1820 y la de 1920.

Hasta su cierre en 1954, la isla de Ellis fue el puerto de entrada de más de 12 millones de personas y el centro de inspección de inmigrantes con más tráfico de EE UU

En la costa oeste, las cosas se desarrollaron de manera muy distinta, especialmente en Los Ángeles, que hoy en día es la principal metrópoli inmigrante del mundo. Resulta difícil exagerar la transformación demográfica que ha experimentado California en el último medio siglo. En 1960, Los Ángeles aún era la más blanca y la más protestante de las grandes ciudades del país. A finales de los años ochenta, un tercio de todos los inmigrantes que entraban en Estados Unidos se establecía en California; hoy, de los 10 millones de personas residentes en el condado de Los Ángeles (el más grande del país), el 72% pertenece a minorías étnicas (es decir, 7,2 millones de personas, una cifra muy superior a la de la mayoría de los estados de EE UU). El sur de California alberga la mayor concentración de mexicanos, salvadoreños, guatemaltecos, filipinos, coreanos, japoneses, taiwaneses, vietnamitas, camboyanos e iraníes, fuera de sus respectivos países de origen, y tiene también contingentes notables de armenios, chinos continentales, hondureños, indios, laosianos, rusos, judíos israelíes y árabes procedentes de varios países, entre otros. La mayoría de los grandes grupos de inmigrantes llegados a Estados Unidos desde los años sesenta se ha establecido sobre todo en el área metropolitana de Los Ángeles.

En la actualidad, los inmigrantes representan más del 25% de los 38 millones de personas residentes en California, y más de la cuarta parte de todos los inmigrantes del país vive en dicho estado. Esto se debe a varios factores: la ley de inmigración de 1965 (que revocó una ley racista de 1924 que imponía cuotas por país de origen), el reasentamiento de cientos de miles de refugiados de Cuba durante la Guerra Fría y de Vietnam, Laos y Camboya al terminar la guerra de Indochina en 1975, y la amnistía concedida por la ley de reforma y control de la inmigración a los inmigrantes indocumentados de 1986.

El censo de población de 1970 tenía la menor proporción de personas nacidas en el extranjero de toda la historia de Estados Unidos: 4,7%. Hoy, esa proporción es del 13% a nivel nacional, cerca del récord histórico del 14,8% en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX.

La diversidad étnica y nacional de los inmigrantes contemporáneos en Estados Unidos palidece si se compara con la diversidad de su extracción social

La diversidad étnica y nacional de los inmigrantes contemporáneos en Estados Unidos palidece si se compara con la diversidad de su extracción social. En la actualidad los grupos con mayor y menor nivel educativo están notablemente formados por inmigrantes. Esto es un reflejo de los tipos de inmigración, diametralmente opuestos, sedimentados en distintos contextos históricos —e insertos en un mercado laboral tipo “reloj de arena”, cada vez más dividido entre sector tecnológico con alta remuneración frente a sector manual con baja remuneración, que atrae tanto a inmigrantes profesionales como a trabajadores sin papeles—.

Estos últimos se han convertido, especialmente en las las últimas décadas, en el elemento más controvertido de la política de inmigración. De los 43 millones aproximados de inmigrantes que viven hoy en Estados Unidos, un poco más de la cuarta parte —se calcula que unos 11 millones— son indocumentados. Varios millones llegaron de niños; algunos de ellos, los llamados “dreamers” (soñadores), se han beneficiado de las acciones ejecutivas del presidente Obama, que pretenden proporcionarles estatus legal provisional, acceso al mercado laboral y permitirles obtener el permiso de conducir para protegerles del riesgo de expulsión y tratar de integrarlos en la sociedad.

Ahora ante la impensable llegada al poder de un demagogo estamos a punto de iniciar un periodo lleno de incertidumbres que quizá acabe siendo uno de los más trágicos y vergonzosos en la historia de la "nación de inmigrantes”. Trump comenzó su campaña presidencial acusando falsamente a los inmigrantes mexicanos de ser delincuentes y violadores y proponiendo la construcción de un muro en la frontera, proponiendo el fin de la ciudadanía por nacimiento (una seña de identidad del derecho constitucional estadounidense desde el final de la Guerra de Secesión), anunciando el establecimiento de un registro de musulmanes, la reducción de la acogida a refugiados (o la negativa de asilo a nacionalidades enteras), la retirada de la financiación federal a las ciudades santuario [que protegen a los inmigrantes indocumentados] y un enorme incremento de la detención y la deportación de inmigrantes —que ya están en un nivel sin precedentes—.

Estamos a punto de iniciar un periodo lleno de incertidumbres que quizá acabe siendo uno de los más trágicos y vergonzosos en la historia de la “nación de inmigrantes”

El momento actual remite a los Know Nothing de mediados del XIX y su violento anticatolicismo; a los movimientos nativistas posteriores contra los inmigrantes del sur y el este de Europa, que culminaron en la racista y restrictiva ley de cuotas por país de procedencia de 1924; a la histeria antialemana de la Primera Guerra Mundial. También trae a la memoria muchos otros movimientos de exclusión: como el desplazamiento forzoso de poblaciones indígenas, la ley de expulsión de chinos de 1882 (un año antes de que Emma Lazarus escribiese su poema grabado en la Estatua de La Libertad), el acotamiento de una zona prohibida a los asiáticos de 1917, el internamiento de estadounidenses de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial, y la repatriación (expulsión forzosa) durante los años treinta del siglo XX de un millón de estadounidenses de origen mexicano (más de la mitad eran ciudadanos estadounidenses), es decir, el destierro de cerca de un tercio del número total de mexicanos estadounidenses que había en aquella época.

La “nación de la deportación” de la actualidad se ha forjado mediante la militarización de la frontera; la aprobación en 1996 de unas leyes federales draconianas que ampliaron enormemente las categorías de delitos que forzaban la expulsión; la creación de una temible y bien dotada maquinaria para la detención y deportación de inmigrantes; el bloqueo ante cualquier reforma sustantiva de la legislación federal, incluida la Ley DREAM de la administración Obama; y la proliferación de leyes y normativas estatales y locales que pretenden controlar la inmigración a pequeña escala pese a los dictados constitucionales en sentido opuesto.

Resulta irónico que Barack Obama, que llegó a la presidencia tras haber prometido reformar las leyes de inmigración, abandonará el cargo después del periodo en que se han producido el mayor número de deportaciones de la historia de EE UU. La historia puede que no se repita, pero resuenan ecos.

Rubén G. Rumbaut, experto en la inmigración estadunidense, es profesor distinguido de sociología en la Universidad de California.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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