Un muro entre las mujeres y sus verdugos
En Colombia cada día matan a cuatro mujeres por ser mujeres, por no ser mujeres como quieren los hombres
Es lo que es: “feminicidio”. Y es penalizado como un delito autónomo por una ley de julio de 2015 –y conduce a penas de 20 a 41 años, y obliga a jueces bigotudos de los de antes a pronunciarlo en voz alta: “feminicidio”– porque en Colombia cada día matan a cuatro mujeres por ser mujeres, por no ser mujeres como quieren los hombres. Por estos días la palabra ha estado en boca de todos, y ha revivido las pesadillas de las abuelas y las madres y las hijas, y ha hecho repetir que violentar a las mujeres es violentar a medio país, y ha obligado a recordar que cerca de 500.000 han sido víctimas de violencia sexual en medio de la guerra colombiana, porque el domingo 6 de noviembre de este año una ciudadana de 44 años llamada Dora Gálvez fue violada, quemada, empalada y abandonada en la casa vacía que había estado pintando en sus ratos libres para ganarse unos pesos.
Y desde el momento en el que la encontró por fin su hijo Luis, que perdió a su padre hace años en un atraco, Gálvez ha estado a punto de morir en una camilla.
Sucedió en la viejísima ciudad de Buga, en el Valle del Cauca, que es el clímax de tantas peregrinaciones religiosas. Y uno podría decir, porque estaría diciendo algo cierto, que un psicópata anda suelto como un monstruo entre las sombras de esas calles, pero sería seguir aplazando la noticia terrible de que a pesar de las conquistas innegables que se han alcanzado acá en cuestiones de igualdad de género –que en Colombia, además, se ha postergado toda propuesta urgente que diga “igualdad” o diga “género”– las mujeres colombianas siguen viviendo en la cuerda floja: la participación política ha aumentado un poco, la brecha de participación laboral se ha reducido unos puntos, pero, de acuerdo con las cifras de Medicina Legal, el año pasado 1.000 fueron asesinadas, 16.000 violadas y 38.000 violentadas por sus propias parejas.
Concluir que “la sociedad colombiana tiene machos pero no tiene padres” no es caer en el melodrama nuestro de cada día: es articular estadísticas.
Hay primermundismo en el tercer mundo. Todos las épocas de la Historia suceden al mismo tiempo aquí en Colombia: se da el siglo XXI en teléfonos más inteligentes que sus dueños mientras los siervos se resignan a todos los desmanes de sus señores feudales; se da la Ilustración –y el feminismo, que es lo mínimo– en los estatus de Facebook, y en los salones de algunas universidades buenas y en las familias con suerte, mientras se da la caverna; se dan los analistas liberaloides que van por el mundo cazando señales de misoginia e incorrecciones políticas en las palabras de sus aliados, y se dan los progresistas en la teoría que maltratan a las mujeres en la práctica, mientras Dora Gálvez pelea por su vida un domingo en una casa que ella misma ha pintado, y nadie oye sus gritos en una ciudad de 100.000 habitantes, nadie.
Su hijo no quiere hablar con nadie. Su hermana, que denuncia las amenazas que han estado llegando a la familia desde que se conoció la noticia, le susurra a un periodista del diario El Colombiano que ciertos conocidos le han estado diciendo que su Dora –su cuerpo golpeado y mordido y quemado– “podía tener una orientación sexual diferente, pero eso no cambia el hecho de que sea un crimen, ¿verdad?”. Sus médicos esperan que regrese bien del coma inducido. Y mientras tanto aquí, en este primer mundo de Colombia en el que las mujeres son protagonistas y el machismo es al menos vergonzante, cierta oposición enfermiza se niega a acabar “por razones de forma” una guerra que nos ha empobrecido a todos y ha sido devastadora para las colombianas, y se nos está haciendo tarde para conseguir una sociedad que se pare como un muro entre las mujeres y todos sus verdugos.
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