Konstantinos Stefanópulos, el presidente más respetado de Grecia
El político conservador, muerto a los 90 años, gozaba del respeto de toda la clase política helena. El momento culminante de su mandato fue la celebración de los JJOO de 2004
2004 bien pudo ser el último año feliz de la historia reciente de Grecia. La victoria de la selección nacional en la Eurocopa de fútbol (con un juego nada bonito, puro catenaccio) y la celebración, coronada por el éxito, de los Juegos Olímpicos ese mismo verano pusieron el broche de oro a unos años de pujanza, de constante crecimiento económico y, aún se ignoraba, de gestación de la burbuja de deuda que estalló estrepitosamente un lustro después. Como presidente del país, el conservador Konstantinos Stefanópulos lideró con honor los consabidos fastos.
Pero fue la única figura pública que, entre los oropeles y las muestras de orgullo patrio, supo agradecer el papel fundamental de la primera oleada de inmigrantes —obreros exyugoslavos, albaneses, del este de Europa— en la construcción de las infraestructuras y las grandes obras públicas de una Grecia que aquel año pareció dar el estirón. Las tres primeras novelas del hoy celebérrimo Petros Márkaris reflejan muy bien ese ambiente, el magma de esfuerzo, arribismo, nuevos ricos, sudor eslavo y esperanzas truncadas que fue la Grecia de principios de este siglo, y su epítome, la Atenas olímpica.
Stefanópulos, un hombre modesto, siempre en segundo plano y, para muchos, el único hombre de Estado de la Grecia contemporánea, murió el domingo en Atenas a los 90 años de edad. Había nacido en Patras, la tercera ciudad del país, y, tras formarse como abogado, saltó a la arena pública; de padre político, al menos no provenía, como otros de sus pares, de alguna de las egregias dinastías que han monopolizado el poder en las últimas décadas: los Papandreu, Mitsotakis o Karamanlís (al Karamanlís senior, precisamente, le sustituyó en la jefatura del Estado en 1995, en la que continuó hasta 2005).
Fue diputado por la conservadora Nueva Democracia (ND), hasta que rompió con el partido capitaneando una escisión liberal fugaz, Renovación Democrática; tanto Stefanópulos como otro outsider, Andonis Samarás, posterior primer ministro y también conservador airado, volvieron al redil de ND en los noventa. De esa época data otro contencioso no resuelto, la polémica por la denominación oficial de la Antigua República Yugoslava de Macedonia (FYROM, en sus siglas inglesas), que Samarás tanto atizó.
Kostís (diminutivo de Konstantinos), como todos le llamaban, se quejó en ocasiones de la función tan ceremonial de la presidencia (“me paso la mayor parte del tiempo sentado, mano sobre mano”, llegó a decir). Pero supo estar a la altura del puesto, sin discordancias ni estridencias, y también granjearse el respeto de teóricos enemigos políticos, como los del Pasok (logró la presidencia precisamente gracias a los votos socialistas). Con uno de ellos, el tecnócrata Kostas Simitis —primer ministro cuando se introdujo el euro en el país, en 2002—, desarrolló una estrecha relación.
La natural discreción de Stefanópulos, cuya figura han glosado unánimemente los principales dirigentes griegos, no le impidió, sin embargo, llamar a las cosas por su nombre. Con motivo de la visita oficial del entonces presidente de EEUU, Bill Clinton, en 1999, el presidente afeó a este la injerencia de su país en los asuntos internos helenos, y en especial la implicación y el apoyo de Washington (y la CIA) a los uniformados de la Junta Militar (1967-1974). A Clinton no le quedó más remedio que agachar la cabeza y, contrito, disculparse por esos tejemanejes, germen del confeso americanismo que ha profesado el país en las últimas décadas, y que halló su principal exponente en el proteico Andreas Papandreu. Así que la reciente visita de Barack Obama, ya de salida, a Atenas, supo a bálsamo postrero para la vida, a punto de extinguirse, del modesto servidor público que fue Stefanópulos.
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