El capitán que emergió del fango un siglo después
Arqueólogos belgas identifican a un militar neozelandés muerto en la I Guerra Mundial y localizan a su familia
Cuarenta centímetros bajo tierra, Flandes aloja una inmensa y desordenada necrópolis de 150.000 soldados fallecidos durante la Primera Guerra Mundial, tantos como habitantes tiene la ciudad de Salamanca. El disperso camposanto es en realidad un conjunto de fosas comunes y tumbas improvisadas en medio del fragor de la batalla que se extiende por todo el frente de guerra. Cada cierto tiempo, una nueva construcción remueve el terreno y el subsuelo belga escupe huesos. Uno de sus últimos hallazgos ha causado sorpresa: un capitán neozelandés ha sido identificado con nombre y apellidos 101 años después de su muerte.
Simon Verdegem no lo sabía entonces, pero un adolescente de excursión puede sacar a un soldado de cien años de oscuridad. Una visita del instituto le abrió los ojos. Recorrió las trincheras de la Gran Guerra y se movió por los mismos estrechos pasillos en los que los soldados malvivieron entre piojos, ratas, fango y metralla. Aquel día, con 16 años, rodeado de sus compañeros de clase, tomó una decisión: se quedaría a vivir entre 1914 y 1918. Siguió el camino marcado. Leyó libros. Estudió Historia.
Ahora, a sus 33 años, se mueve por la sala explicándolo todo. Aquí un rifle británico, allí un casco alemán, al lado, un cañón de artillería. Abre bolsas de plástico y muestra huesos. Trozos de columna vertebral. Un cráneo. Un fémur. Las estanterías metálicas y las cajas de cartón alejan la sensación de estar en un museo, aunque cualquiera de sus objetos podría formar parte de una exposición. Las paredes alternan el ladrillo con un blanco descuidado, y las armas, consumidas por el óxido, hace tiempo que no intimidan a nadie. Es el almacén de la empresa Ruben Willaert a las afueras de Brujas. La compañía acude a la llamada de las constructoras para analizar los restos de soldados y tratar de averiguar a quién pertenecen, cómo murieron y a qué edad. Después, la mayoría acaba enterrado en el anonimato en uno de los muchos cementerios militares desperdigados por la geografía belga.
Poner nombre y apellido a los huesos un siglo después rara vez sucede. De los 70 cuerpos que ha analizado Verdegem, solo ha identificado uno. En un primer momento solo sabían de él su unidad y rango. Pero sucedió algo inesperado. "Encontramos un medallón muy sucio, y cuando lo limpié aparecieron unas iniciales. Nunca olvidaré ese momento". También hallaron su silbato y unos prismáticos con las mismas iniciales. El arqueólogo leyó las letras H.J.I.W. y las cotejó con la lista de fallecidos de su regimiento: No hubo duda. Era Henry John Innes Walker, un capitán neozelandés integrado en las tropas inglesas. "Al principio no estábamos seguros de que fueran las iniciales de un soldado. Podían haber sido las de su esposa", explica Verdegem.
La repercusión fue inmediata. Medios neozelandeses entrevistaron a su familia, sobrinos de avanzada edad que calificaban el descubrimiento de "milagro" y le recordaban pasando páginas de fotos en blanco y negro mientras señalaban con el dedo. "El de esta foto es tío Jack. Y el de aquella". Su muerte está documentada el 25 de abril de 1915 en la batalla de Ypres, desde donde envió numerosas cartas que la prensa de su país publicó regularmente. Tenía 25 años. "No hay demasiadas noticias hoy. Tanta lluvia como siempre, y las trincheras llenas de barro pegajoso, pero hoy, por primera vez en semanas ha salido el sol y es glorioso", comienza su última misiva, tres meses antes de su muerte.
Para Didier Pontzeele, jefe del servicio de sepulturas de guerra belga, que cada año recorre miles de kilómetros entre Francia y Bélgica para supervisar los cementerios, su prioridad son los cráneos y fémures de esos hombres. "Me da igual que sean alemanes, belgas o australianos. Son jóvenes que han dado la vida por su país. Aunque sigan siendo desconocidos, es mejor que sean enterrados respetuosamente".
En las trincheras de Diksmuide, ahora reconstruidas y convertidas en atractivo turístico para recordar un conflicto que costó la vida a 9,3 millones de personas, un grupo de escolares franceses camina acompañado de Brigitte Hovine, profesora jubilada, que les narra la historia de ese pedazo de tierra. Curiosos y preguntones, su actitud hace pensar que el arqueólogo Simon Verdegem no será el único en quedarse a vivir entre 1914 y 1918 para seguir el rastro de soldados como Henry John Innes Walker, el capitán que emergió del fango 101 años después.
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