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Encuestas, expertos, intelectuales, no les haga ni caso

Colombia y Hungría demuestran el efecto contraproducente de los referendos en la era del escepticismo político

Timochenko, el líder de las FARC se fuma un puro mientras espera los resutlados del referendum.
Timochenko, el líder de las FARC se fuma un puro mientras espera los resutlados del referendum.APF

El cortocircuito que distancia la clase política de la opinión pública explica hasta qué extremo se ha deteriorado el recurso plebiscitario del referéndum. Sirva como prueba la resaca electoral del domingo. Y no solo porque los colombianos han rechazado el acuerdo de paz que les proponía el presidente Santos en una campaña pedagógica, mediática y auspiciada en el consenso internacional, sino además porque los húngaros, el mismo día, desertaron de la consulta sobre política migratoria que les había expuesto Viktor Orbán en un ejercicio de autolegitimación.

Es cierto que se adhirió el 98% de los votantes al rechazo de las cuotas de la UE, pero la falta de quorum —la participación se quedó en el 39,98%— frustró el referéndum. Y provocó que Orbán modulara del fervor a la democracia participativa a la promesa de un reforma constitucional concebida para cambiar sobre la marcha las propias reglas del proceso —no hará falta alcanzar el 50% en futuras consultas— y asegurarse el resultado.

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El amaño parece sintomático de la autocracia de Orbán, pero también refleja la desesperación hacia la pasividad de los ciudadanos cuando le conciernen asuntos de evidente envergadura. Húngaros, y colombianos también, pues urge recordar que el referéndum organizado para asimilar las FARC en la sociedad se resintió de una participación al límite del 38%. Seis de cada 10 compatriotas de Santos se quedaron en casa. Y deslucieron la retórica providencial de un acuerdo histórico, redundando en una dinámica internacional según la cual los referendos se malogran por falta de quorum o se deciden más o menos in extremis con un resultado opuesto a la intención del Gobierno que lo convoca.

El caso más reciente y más traumático en este último sentido concierne al Brexit. David Cameron frivolizó con él porque lo convirtió en un instrumento de supervivencia en su propio partido. Porque fue un eslogan populista. Y porque nunca consideró verosímil que sus compatriotas estuvieran dispuestos a romper las amarras con la UE, subestimando hasta qué extremos los argumentos técnicos, económicos, racionales y geopolíticos palidecieron frente a los motivos emocionales, desde el orgullo y la nostalgia hasta el miedo y los matices xenófobos.

Decía incluso el ministro de Justicia, Michael Gove, que el resultado del Brexit demostraba el escarmiento hacia la opinión de los expertos, dentro de los cuales puede incluirse a la clase política y a la temeridad con que abusa del “comodín del público”, bien como una concesión demagógica a la voz de la ciudadanía, bien como un recurso para encubrir o despejar las decisiones capitales de Estado, o bien desde la convicción de la “demolatría”.

Estas consultas populares incorporan un voto de castigo, con más razón cuando las convocan líderes desgastados

El neologismo es una creación de los politólogos franceses y alude precisamente a la idolatría de la democracia, de acuerdo con la cual no existiría mejor manera de satisfacerla que exponer las grandes decisiones al criterio de la población, aun cuando les sobrepasan en conocimiento y criterio.

El sistema funciona más y mejor que en ningún sitio en Suiza, contradiciendo incluso la vinculación conceptual que tiende a hacerse entre la llamada a la voz del pueblo y los partidos de la izquierda populista, peronista o bolivariana. Suiza es un Estado muy conservador que adopta decisiones muy conservadoras por el camino del referéndum obligatorio, pero su propia idiosincrasia de excepción o de anomalía contradice que puedan hacerse significativas extrapolaciones a otras realidades occidentales.

Y no se trata de insistir en la dialéctica de la democracia participativa y la democracia representativa, menos distantes de lo que parece en los Estados aseados, sino de alertar sobre el distanciamiento que se está produciendo entre los objetivos de un Gobierno al promover un referéndum y su resultado, incluso cuando parece que no ha lugar a un margen de riesgo.

Tan clamoroso como el Brexit quizá lo fuera el referéndum que Jacques Chirac convocó en Francia (2005) para suscribir la Constitución Europea. La campaña deladquirió un aspecto rotundo, polifacético, y se desarrolló con todos los recursos del Estado, pero el esfuerzo pedagógico y político no evitó que los partidarios del no, representados por la extrema derecha y por los trotskistas a la vez, terminaran apuntándose una victoria de 10 puntos. Y con una participación, 69%, que hoy se antoja inverosímil.

Es interesante el ejemplo por cuanto demuestra que los humores de las consultas sobrepasan incluso el hecho concreto de la pregunta, de tal manera que los referendos, casi siempre contraproducentes en periodos de crisis económica, incorporan un voto de castigo, con más razón cuando los promueven Gobiernos desgastados o cuando se produce una polarización entre las opciones proyectada a una pugna entre personalidades. Santos tenía enfrente a Uribe, igual que Cameron debía sobreponerse a Farage y Boris Johnson, mientras que el presidente Orbán, absorto en su cesarismo, competía contra sí mismo en una suerte de plebiscito personal del que desertaron sospechosamente sus compatriotas.

El referéndum húngaro adquiría así un valor instrumental, exactamente como le sucedió a Artur Mas en la mascarada del 9 de noviembre de 2014. Consumido políticamente, el president no tuvo reparos en repartir en los colegios urnas de cartón y en organizarse una victoria contra el Estado español a la que ahora se añade el valor mártir que le proporciona la Fiscalía reclamando la condena a una década de inhabilitación.

Artur Mas vaciaba la consulta de todo sentido al manipularla y precipitarla. Era un ensayo general, pero la euforia con que se percibió el resultado —80% de apoyo a la independencia— se resintió de la escasa participación (37%), abundando así en el desprestigio que han adquirido los referendos, de tanto utilizarse —Italia funcionó durante décadas a golpe de consulta— o de tanto desnaturalizarse. De hecho, la mitad de los que se han convocado en los países de la OCDE entre 1993 y 2014 se han resuelto en la dirección contraria a la que pretendían sus promotores, más o menos como si los votantes desoyeran la voz y el criterio de quienes, paradójicamente, han sido elegidos en las urnas para gobernarlos, en el acuerdo de un programa electoral.

La coyuntura ha exagerado el descrédito de la política y ha fomentado la aparición de soluciones populistas o autoritarias, pero el escepticismo de los ciudadanos hacia el consejo de los oráculos es tan antiguo en la cultura grecolatina como la impotencia de Casandra advirtiendo a los troyanos del peligro de los griegos. Y constreñida a inmolarse en la ebriedad de su sangre cuando el caballo había sobrepasado los muros de la ciudad.

El mito es un siniestro augurio de cuanto puede suceder con Donald Trump en Estados Unidos. Se ha roto o deteriorado el canal de comunicación entre la clase política y la sociedad, así es que la generalización del “ni caso” solo favorece a la antipolítica y predispone a la segunda muerte de Casandra.

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