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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Miedo al vacío

Karímov ha sido opaco hasta el final. La gran incógnita no es tanto el quién sino el cómo de esta transición.

Islam Karimov en el 2015.
Islam Karimov en el 2015.Brendan Smialowski (AP)

Islam Karímov ha sido opaco hasta el final. Hasta apenas unas horas antes de su entierro no ha habido anuncio oficial de una muerte que en círculos diplomáticos se daba por segura desde hace días. Esto invita a pensar que el nuevo liderazgo en ciernes ha necesitado tiempo para consolidar su posición. Shavkat Mirziyóyev, longevo primer ministro, y aparentemente respaldado por el jefe de los omnipresentes servicios de seguridad, Rustám Inoyátov, encabeza todas las quinielas. Pero la gran incógnita no es tanto el quién —aunque hay otros posibles candidatos— sino el cómo de esta transición. Los escenarios oscilan desde una sucesión rápida y no demasiado traumática gestionada en el seno del régimen hasta un estallido violento que pueda conducir a un conflicto armado.

Quien asuma el poder estos días —habrá que estar atento a quién dirige el funeral en Samarcanda— aprovechará este miedo al vacío hacia fuera y hacia dentro. En las cocinas de las casas, lugar, como en tiempos soviéticos, donde la gente se expresa, se teme tanto al régimen como a una inestabilidad en la que ganen peso grupos yihadistas. El islamismo radical es ajeno a la tradición uzbeka, pero también la democracia. En sus 27 años de mandato, anterior incluso a la disolución de la Unión Soviética, Karímov ha gobernado con mano de hierro, impidiendo que floreciera una mínima sociedad civil. Y en un país joven, con escasas perspectivas vitales y en el que muchos no han conocido más que este régimen, son muchas las costuras, sociales y regionales, susceptibles de quebrar la aparente estabilidad.

El papel destacado de militantes uzbekos en el fronterizo Afganistán y en Siria da consistencia a los temores frente al islam radical, pero conviene adoptar cierta precaución ante el uso interesado de una amenaza que, en el Asia Central exsoviética, ha sido frecuentemente exagerada o utilizada para justificar agendas geopolíticas. Ahora, resulta inevitable mirar hacia Rusia, China y EE UU. Pero ninguno de ellos influirá decisivamente en los acontecimientos de los próximos días.

A medio plazo, quien aspire a reemplazar a Karímov, utilizará, con toda probabilidad, la agenda exterior para consolidarse. A favor de Tashkent juega la falta de interés por una desestabilización de este país clave. Toda Asia Central se vería afectada y con ella intereses vitales de China —estabilidad de Xinjiang o el proyecto de nueva ruta de la seda— y Rusia —por su vulnerable frontera meridional con Kazajistán—, pero también de EE UU —presencia en Afganistán— y, en menor medida, de la UE. El entorno es así favorable para la consolidación de una opción continuista en Uzbekistán, pero también propicio para que cualquier tensión interna o incidente fronterizo, particularmente con Tayikistán o Kirguistán, desencadene una reacción de consecuencias imprevisibles.

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