Receta fácil (Bucaramanga, Santander)
Es la receta más fácil que pueda imaginarse: hablar de los homosexuales como de una raza que quiere tomárselo todo

Es la receta más fácil que pueda imaginarse: hablar de los homosexuales como de una raza que quiere tomárselo todo –ejercer la incorrección política, en fin, pero con sangre en la boca, con saña– para aparecer unas horas después en los medios liberales como un villano de película que al menos ahora existe. Y sin embargo pocas apariciones tan espectaculares como la de la diputada que la semana pasada se tomó la Asamblea de Santander para irse contra la ley de 2013 que pretende acabar con la discriminación en los colegios colombianos. “Respeto la homosexualidad, pero no creo que sea un acto ético”, dijo ante los micrófonos –y por sus peros los conoceréis– como aprovechando los quince minutos de infamia que le trajo acusar al Ministerio de Educación de “colonización homosexual” por revisar los manuales de convivencia de las escuelas.
Posó para las cámaras. Insistió. Desconoció que el Ministerio sólo está cumpliendo una sentencia de la Corte Constitucional. Olvidó que fue el suicidio de un alumno discriminado, Sergio Urrego, lo que empujó el fallo del tribunal. Se escandalizó, cristiana, asqueada e imbatible, ante la posibilidad de que haya baños mixtos en las escuelas. Sugirió que es la ministra de Educación –que no ha ocultado su orientación sexual porque para qué en 2016, pero que llegó al gobierno un año después de aquella ley– quien quiere intervenir las escuelas para imponer “costumbres de la comunidad LGBTI”. Relacionó el homosexualismo con la zoofilia, sí, con voz de devota perseguida por pecadores. Se inventó una marcha. Propuso colegios exclusivos para niños homosexuales: “no me molestan los niños gay”, pero…En fin: hizo su parte.
Una pizca de intolerancia, una cucharada de ignorancia vehemente, una taza y media de olfato político.
Y al día siguiente denunció ante los medios, y la policía, que miembros de la comunidad gay estaban amenazándola con lanzarle ácido a la cara: lo que faltaba.
Y el viernes pasado declaró sin titubear al diario Vanguardia liberal que, “arropándose con la bandera de la discriminación”, la comunidad gay ha logrado en Colombia “una gran cantidad de beneficios y privilegios que ninguna otra comunidad del país tiene”, ja, pero esta vez repitió su monólogo taquillero porque –al lado de los colores primarios del pabellón colombiano– la alcaldía de Bucaramanga fue capaz de izar la bandera LGBTI por primera vez en su historia. Y sí, entre los clichés yo escojo este, entre las caricaturas yo prefiero la del liberal que hace del liberalismo una vieja tradición, entre los lugares comunes yo elijo los valores de la democracia: izar la bandera arcoíris es en este caso, para mí, un simple llamado a cumplir la ley: a no incumplir las sentencias, a no discriminar, a no calumniar, a no lanzar ácido a ninguno.
Está dando votos eso de ser francote e intolerante; está sonando a seriedad la tontería aquella de que “todo tiempo pasado fue mejor…”; está saliendo bien eso de preferir el horror conocido al horror por conocer: el procurador Ordóñez ha hecho su carrera política a fuerza de repetir que en Colombia no se da “el libre desarrollo de la personalidad” sino “el libre desarrollo de la animalidad”, la senadora Morales insiste en someter la adopción gay al juicio de las mayorías como desconociendo la gracia de la democracia, el concejal Ramírez, de Bogotá, pronto colgó en su perfil de Twitter un video de respaldo a la diputada que consiguió en unas horas lo que él ha soñado en tantos años de ser reaccionario: posicionarse como una de las pocas que ven en este mundo de miopes, je.
Si la bandera arcoíris sigue izada en Bucaramanga es, mejor dicho, porque toca: porque sigue habiendo demasiados que exigen tolerancia con su intolerancia.
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