Con flema británica
Sin acritud, consideremos que la decisión de los votantes igual no era la más racional, lógica ni conveniente, pero quizá sí la más obvia
El revés es severo. Por vez primera la Unión Europea no añade un miembro al club, sino que lo pierde. La “vis atractiva”, la capacidad de seducción, la ampliación continua, han dejado de ser señas de identidad del invento. La realidad es molesta; si se quiere, extraordinariamente molesta. Pero de nada sirve edulcorarla. Sin acritud, consideremos que la decisión de los votantes igual no era la más racional, lógica ni conveniente, pero quizá sí la más obvia, tras cuatro decenios de infatigable propaganda contraria a Europa. Desde que en 1979 Margaret Thatcher reclamó su (presunto) dinero: “I want my money back” y escupió día sí, día también, contra la “burocracia de Bruselas” (de tamaño similar al Ayuntamiento de París o al Bundesbank). De aquellos polvos, este lodo.
Sin acritud, repasemos, para aprender, las alertas lanzadas durante la campaña. El peligro del arrastre de las emociones por encima de las razones; la evidencia del perjuicio económico, unánimemente profetizado por economistas y organismos internacionales; el daño principal para los ciudadanos del Reino Unido, antes que para la Unión; o el hecho irrebatible de que quedarse fuera es quedarse fuera, y no en el recibidor, como advirtió rotundamente el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, hasta el último minuto.
Para nada minimiza el contratiempo la escasa fiabilidad y la pobre calidad democrática del mecanismo plebiscitario como método de adoptar las grandes decisiones. Más aún cuando carecía de reglas mínimas de refuerzo, tal que las fijadas por ejemplo para la consulta sobre la independencia de Montenegro, en 2006: una participación mínima del 50% del censo; un resultado afirmativo de al menos el 55% del voto válido. La asimetría inherente a ese mecanismo consiste en que si resulta en ruptura, esta es irreversible; si da en continuidad, siempre se replantea.
Punto y aparte. Apliquemos ahora la flema británica, el pragmatismo: minimicemos daños, que las grandes causas se revalidan en tiempos de turbación. ¿Qué nos conviene a los ciudadanos de la Unión? Perseguir, lejos de desquites por el desaire recibido, nuestro interés propio. Es decir, facilitar que el desenganche se realice lo más fluidamente y con el menor daño posible, al tiempo que se garantiza una dinámica viva de la Unión.
Económicamente, que nuestro BCE (y ya nunca más suyo) cumpla con creces su compromiso de inundar (aún más) de liquidez el mercado, para que la libra no se evapore ni se genere un nuevo Lehman Brothers. Políticamente, que los dirigentes europeos sepan encontrar el punto medio exacto entre la emisión de un signo de avance integrador simbólico de que “la nave va” (en la unión económica, en la defensa, en el espíritu europeo), como ansían los más federalistas (franceses y españoles); y la prudencia tendente a consolidar más que a innovar ante una coyuntura preelectoral desfavorable en países clave, como Alemania o Francia (tesis alemana).
¿Y qué hacer con Londres? Facilitar un nuevo acuerdo amistoso, esta vez sobre todo comercial (que es lo que le interesa), una vez David Cameron –antes de su obligada dimisión- cumpla su promesa de notificar inmediata y oficialmente su derrota a Bruselas, para desencadenar la autoexclusión según el novedoso artículo 50 del Tratado: nada de negociar bajo secuestro, como si solo una brisa hubiera pasado, sino una vez el Reino (aún) Unido notifique y renuncie a su derecho de voto en Europa sobre las cuestiones que afectan a su carpeta, como si fuera Noruega. O Turquía.
Comprensión y respeto, infinitos. Pero también firmeza de la buena. Ningún incentivo al populismo ultra y soberanista. Ninguna vitamina para los efectos contagio, dominó o imitación que tientan a los autoritarios, los recelosos, los eurohostiles, esos que buscarán ahora una capital espiritual en Londres. Contundencia. Europa es hoy, ay, menos Europa. Pero sigue siendo más que un club.
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