El bebé de King Kong
Es tema que merece ponerse en claro es la ira desatada contra el despiste de la madre, el propio niño de tres años de edad, el anónimo tirador que mató a Harambe
Harambe, gorila de los llamados espalda plateada, de 280 kilos de peso, parecía un King Kong a escala. Era uno de los casi mil gorilones de su especie que habitan zoológicos alrededor del mundo, originarios de Guinea en África donde sobreviven poco menos de 200,000 ejemplares. Harambe habitaba el espacio específicamente diseñado para su exhibición en simulada libertad en el Zoo de Cincinnati, Ohio, aislado por una reja, luego un espacio de tres a cuatro metros de vegetación tupida hasta llegar a una caída de más o menos cuatro metros, donde un dique de agua limitaba su territorio, o como dicen algunos: su espacio personal.
En días pasados, un niño de tres años de edad aprovechó un despiste de su mamá, se filtró entre los arbustos, luego de pasar por encima de la pequeña barda y cayó al vacío. Según los testigos, Harambe se alertó y bajó hacia el agua desde su lado, con el primer grito y el chapoteo que hizo el niño. Algunos interpretan que el inmenso gorila intentó rescatar él mismo al niño, arrastrándolo hacia un rincón y que –debido a que aumentaban los gritos y ya medio mundo veía la escena en videos de teléfonos o cámaras todoterreno—empezó a zarandearlo, arrastrándolo nuevamente del rincón al centro del falso riachuelo. En uno de los videos se observa que el Bebé de King Kong incluso le sube los pantalones al niño, como si fuera él también un inesperado Bebé de King Kong y aquí empieza a trastocarse todo el hecho; en el mismo video se escuchan los gritos de la madre del niño que le asegura que ella está cerca y que lo quiere mucho. Minutos después, las autoridades del zoológico deciden matar a Harambe y así salvar al niño, argumentando que el recurso de intentar dormir al Bebé de King Kong con tranquilizantes habría tomado demasiado tiempo, quizá lo suficiente como para que el tal Harambe matara al niño (quien resultó con heridas, por la caída y por las zarandeadas).
Al tiempo que las autoridades del Zoo de Cincinnati y los que conocen de veras el comportamiento de este tipo de gorilas aseguran que se trata de un animal violento, de tremenda fuerza y evidente peso, que –aún más, violentado por los gritos y la conmoción—muy probablemente terminaría por reventarle el cráneo al infante contra cualquier pared como si fuera un coco de golosina, la madre del niño ha declarado que, efectivamente, tuvo un despiste, un error absolutamente involuntario, perdiendo de vista a su hijo durante cruciales segundos y tratando de responder ante la enardecida opinión pública que ella dirige una guardería, que tiene una trayectoria intachable, que no sólo agradece lo que hicieron por su hijo los guardianes del zoo, sino que además lamenta la muerte del gorila. A contrapelo, los llamados animalistas han sostenido una vigilia de réquiem colocando flores en la estatua de un gorila parecido a Harambe y exigen que se finque responsabilidad a los padres del niño por lo que llaman “homicidio involuntario”. Se han desatado los memes, los chistes y los ánimos: hay quienes se refieren a la mamá del niño como simia, chango irracional e incluso, asesina y también quienes abiertamente sostienen que era preferible esperar a la posible ternura y natural instinto maternal del tal Harambe (que según ellos, terminaría por no sólo apapachar al niño, sino incluso intentar amamantarlo). Del otro lado de la jaula, también se escucha el clamor de quienes sin duda alguna anteponen la vida del niño a la del mono.
La polifacética cultura norteamericana es quizá por porcentajes la más animalista entre las diversas sociedades del mundo occidental (por lo menos) y así como hay inmensas ciudades gringas con serios problemas de perros callejeros o sobrepoblación de ratas, hay vastos territorios que se dividen entre la preservación del bisonte ya cinematográfico y la caza mayor. Es todo un mundo, donde se han tenido que instalar detectores de metales en escuelas de barrios peligrosos y proliferan tiendas departamentales donde cualquiera puede comprar armas (desde pistolitas hasta bazookas) con sólo presentar una licencia de manejo y firmar bajo palabra que el comprador se encuentra bien de sus facultades mentales. Para muchos, el solo hecho de comprar un arma ya denota algún trastocamiento de las facultades mentales y para otros, no hay mejor manera de asistir a clases que con el auxilio de una buena navaja o un diminuto revólver.
Una vez más, el terrible cuento del animal enjaulado, el mismo que desveló a Kafka y la misma pulpa que subyace al dilema de La Bella y la Bestia en todas y la misma versiones de King Kong, impone la necesaria discusión sobre la pervivencia de los zoológicos en las ciudades del siglo XXI o incluso la sobrevivencia de los circos tal como los conocíamos en otras épocas. En el planeta del Cirque du Soleil y el musical del Rey León, ¿habrá que asumir que todo animal exótico ha de ser interpretado por gimnastas disfrazados y que las nuevas generaciones sólo conozcan al majestuoso elefante africano en video HD o bien en safaris y excursiones a los lugares de su hábitat natural? De mecanizarse así la cosa, ¿cómo garantizamos que las visitas al África ardiente realmente no conviertan a los antiguos paraísos vírgenes de los animales en su medio en tiraderos de hamburguesas y regueros de kétchup?
Lo que preocupa o por lo menos es tema que merece ponerse en claro es la ira desatada contra el despiste de la madre, el propio niño de tres años de edad, el anónimo tirador que mató a Harambe (muy probablemente el mismo custodio que lo alimentaba y cuidaba todos los días), pues todo ello subraya una lamentable arista de la llamada cultura animalista. Todos los días, a cada hora, las redes sociales se llenan de memes, comentarios, videos, interpretaciones e incluso, lo que podrían considerarse opiniones, en torno a toreros corneados, banderilleros muertos y demás protagonistas de las corridas de toros en Hispanoamérica y Sur de Francia. Una cosa es la muy respetable postura en contra y otra, muy diferente, la celebración de la muerte de un ser humano como contrapeso al martirio o lidia, asesinato o muerte de un toro bravo. Definamos los términos y pongámonos de acuerdo si la muy lamentable liquidación de Harambe es etimológicamente un homicidio y definamos por escrito y ante los tribunales donde se supone que como sociedad, racional, hemos sentado en papel legislación y concierto, si de veras es aceptable que grupos contrarios a la celebración de corridas de toros puedan agredir físicamente a los aficionados que asisten a tales espectáculos, con boletos comprados a una empresa legalizada y sancionada por autoridades de cada ciudad o ¿estamos también en el umbral de una nueva era dónde todo visitante a los zoológicos corre el riesgo de ser apedreado por los hijos de King Kong que intentarán impedir nuestra visita?
Constantemente remito a cualquier interesado en la luminosa reflexión con la que Fernando Savater distingue que en términos de derechos animales, no goza de los mismos la mosca que el camello; no damos el mismo derecho ni consideración al gato casero que a la gallina del Coronel Sanders. Quien quiera de veras defender al toro de lidia debe asumir que la suspensión de sus corridas implica la desaparición de su especie y que un toro de lidia no es igual a la vaca gallega o al cabestro cebú del trópico. Si la argumentación se dirige a la consecución de convertirnos a todos en veganos, asumamos que se niega la libre elección de todo glotón aficionado a los callos a la madrileña o los tacos al pastor.
Hace años se planteaba como perogrullada en clases de Historia de la Cultura la famosa paradoja de qué haría el alumno ante una casa en llamas, con la única posibilidad de salvar –uno de dos—del incendio a un bebé recién nacido o al auténtico cuadro de la Mona Lisa de Da Vinci. Quienes optaban por la Gioconda de Leonardo, quedaban tatuados como enemigos de la humanidad, héroes del arte por el arte y quienes declaraban salvar al infante, jugaban al azar de que el bebé podría crecer hasta convertirse en experto en la vida y obra de Leonardo o incluso, pintar él mismo un cuadro que salvaría a la Gioconda por superarle su sonrisa enigmática con una rara agua del azar.
No lo piensen dos veces: si me viene encima un Gorila como Harambe (aunque me supere por pocos kilos de peso), agradecería con sincero aprecio que lo liquiden antes de despedazarme y si cualesquier hijo de King Kong intentase lastimar a mis hijos, me transformo yo mismo en simio de la estepa solitaria, con toda consecuencia tranquilizante o jurídica. Si los desatados animalistas desean seguir en la intransigencia de agredir al prójimo a las puertas de las plazas de toros, en vez de poner debidamente por escrito su derecho a protestar y de manera civilizada elevar el debate al plano racional (es decir, conociendo debidamente el tema contra el que se manifiestan), repito: si desean seguir aventándose de espontáneos para abrazar a toros muertos, al punto de su arrastre hacia el destazadero (de donde parte el rabo de toro que luego comen en el bar del hotel antes de volver a Holanda), asuman el riesgo de que algún aficionado enloquecido quiera responder con la misma animalidad y entonces sí, las autoridades tendrían en las manos el tema de una consuetudinaria batalla a pedradas y puñetazos, allende todo Reglamento Taurino Vigente (por cierto, legislado en todas las plazas donde se celebran ese tipo de espectáculos) y próximo galimatías para todo Código Penal o Civil de Hispanoamérica. Por lo mismo, la mayoría de los aficionados a las corridas de toros y los matadores, banderilleros y todo participante en ellas antepone la vida de cualquier espontáneo a la del toro mismo, por si acaso deciden los antis tan progres aventarse a abrazar un toro bravo, antes de que llegue a la estocada, cuando está en plenitud de facultades para zarandearlos como un Harambe y cornearlos como ningún gorila es capaz (a menos de que sea el Caín de Kubrick, con la mítica quijada de burro de la Odisea 2001 en el espacio que ahora habitamos).
Es muy lamentable que el inmenso gorila de Cincinnati haya tenido que caer abatido, pero parece increíble que el hecho redunde en la discusión irracional sobre si se debió o no salvar la vida de un niño de tres años de edad. Indudablemente, la madre y el propio niño ya enfrentan no pocos días de desasosiego, si no de abierto infierno, por la lluvia de injurias, comparaciones con el dentista que mató al más famoso león del África y la imputada culpa por el descuido. Queda la duda, si el niño llegará a convertirse como adulto en benefactor de otros gorilas, científico descubridor de la cura contra el cáncer, siniestro cazador de toda especie en peligro de extinción o bien, enloquecido francotirador que realizará una carnicería en una cafetería universitaria, libre de humo, vegana y con pago y servicio mecanizados.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.