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MIEDO A LA LIBERTAD
Tribuna
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El laberinto venezolano

El país ha olvidado que se está jugando su propia supervivencia como nación y el futuro de sus hijos

En ese realismo mágico de América Latina —constituido por la fusión de los sueños, las leyendas y el sincretismo cultural y religioso—, Venezuela se ha situado en un lugar único, debido a la incomprensible situación que atraviesa. Pero revisando la historia, podemos recordar que Hugo Chávez y el chavismo fueron consecuencia directa de lo que el expresidente mexicano José López Portillo acuñó como la necesidad de “administrar la abundancia”.

Los malos cálculos de las políticas populistas y las medidas económicas neoliberales del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, puestas en marcha por el entonces presidente Carlos Andrés Pérez, terminaron por desencadenar en 1989 el llamado caracazo y en 1992 un intento de golpe de Estado encabezado por Hugo Chávez. Los desencadenantes fueron la corrupción, la descomposición de los partidos y la molicie del bipartidismo frente a la necesidad de cambios estructurales que exigía Venezuela.

Ese derrumbe de las formaciones tradicionales y el populismo creado por el expresidente Rafael Caldera al separarse de su partido —COPEI— y crear uno nuevo llamado Convergencia para ganar la presidencia en 1993, fueron abriendo el paso al chavismo. Primero, amnistiando al propio Hugo Chávez en 1994. Y a partir de ahí la historia es conocida: después de Caldera llegó el caos y, después del caos, llegó Chávez en 1999.

Sin embargo, sólo una serie de hechos históricos, que van desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 hasta la caída de los precios del petróleo y la fascinación por la revolución castrista que el líder bolivariano profesaba a su manera, permiten explicar el chavismo y el recorrido de los países que integran el ALBA [Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América]. Con el fracaso de esa ideología en la mayor parte de la región, con el regreso al escenario de Estados Unidos tras restablecer relaciones diplomáticas con Cuba y con esa especie de venganza histórica a la que Chávez se condenó —como Tiberio cuando nombró a Calígula para sucederlo— al elegir a Nicolás Maduro como heredero, Venezuela queda más allá de toda comprensión.

Sin duda, es difícil entender por qué un país tan rico con una tradición de intelectuales y de golpistas eficientes en el poder ha llegado al callejón sin salida de un verbalismo sin freno. Lo único verdadero es el insulto político que encarna Nicolás Maduro y las horas de soledad del líder opositor Leopoldo López en la prisión militar de Ramo Verde.

Ni Felipe González que, al tratar de defender a López, mereció la descalificación global de los chavistas; ni José Luis Rodríguez Zapatero, siempre disfrazado de hombre de buena voluntad cuya mediación ha propiciado un primer acercamiento entre las partes en República Dominicana, ni la visita de los jóvenes de la postransición española, representada por el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, han logrado por el momento un diálogo real que conduzca a Venezuela hacia la estabilidad.

Todos los países son responsables de lo que sucede en su interior. Pero también está claro que la partida de ajedrez de la situación venezolana se encuentra en tablas. Y en este momento la escasez, la desgracia y la ausencia de horizontes hermanan tanto a los chavistas como a la oposición.

Llama la atención que un país que va perdiendo hasta las señas de identidad, como la cerveza Polar que ha dejado de fabricarse, o la ausencia de Coca-Cola por falta de azúcar, sea un Estado al margen de las negociaciones entre Cuba y Estados Unidos. En ese sentido, la gran pregunta es: ¿cuándo convergerán los intereses de los países latinoamericanos para que se produzca de verdad un cambio cualitativo en Venezuela? Porque la República Bolivariana va siendo una figura del pasado, como lo han sido la ONU y la OEA en toda esta crisis.

Venezuela está en caída libre y ahora da la impresión de que es un país adormecido sobre su propio océano de palabras y que ha olvidado que lo que se está jugando día a día es su propia supervivencia como nación y el futuro de sus hijos.

Un escenario en el que es difícil entender por qué las palabras superan a la realidad en el país con mayores reservas de petróleo del planeta.

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