De la unidad a la barbarie
Los conflictos que destruyeron Yugoslavia fueron los más sangrientos en Europa desde 1945 y sacudieron la conciencia global con particular intensidad
Los conflictos que destruyeron Yugoslavia fueron los más sangrientos en Europa desde 1945 y sacudieron la conciencia global con particular intensidad. Desde la perspectiva del tiempo transcurrido, cabe preguntarse cómo fue posible que un país cuyo lema era hermandad y unidad, fundador y líder del pacifista Movimiento de Países No Alineados, ejemplo de socialismo de rostro humano y gustosamente abierto a los turistas, se hundiera de la noche a la mañana en semejante espiral de barbarie.
La progresiva descentralización del poder para evitar reivindicaciones nacionalistas terminó reavivándolas
Tras la traumática experiencia de la II Guerra Mundial, en la que Yugoslavia fue el país con más muertos por habitante, se constituyó un nuevo Estado dividido en seis repúblicas que representaban a las denominadas naciones constituyentes, contando cada una con su propio parlamento. La idea de fondo era respetar las particularidades a la vez que se creaba una identidad común y superior, la yugoslava. Además, la ideología comunista del nuevo régimen consideraba al nacionalismo como un invento burgués, siendo la identidad de clase, en la que todos se consideraban camaradas trabajadores, un factor más de cohesión universal entre los ciudadanos de aquel Estado. Se trataba de una maniobra diseñada para espantar los fantasmas tanto del centralismo como del nacionalismo, que ya habían tenido efectos extremadamente dañinos en el país. Así, competencias como educación, policía, medios de comunicación y tribunales de justicia fueron quedando en manos de las repúblicas.
Sin embargo, aquella progresiva descentralización del poder para evitar reivindicaciones nacionalistas terminó reavivándolas. Tito y sus compañeros de generación fueron muy conscientes de los peligros del nacionalismo, toda una bomba de relojería en sociedades plurales. Pero cuando desaparecieron, les sustituyó una nueva hornada de líderes que habían crecido en aquella dictadura comunista de descentralización sin democracia. Más pragmáticos que sus predecesores, fueron limando aún más los poderes federales en beneficio propio, para gobernar con cada vez menos intromisiones desde Belgrado.
La situación les permitió crear una masa de funcionarios públicos y cargos políticos mucho más leales a ellos —que eran quienes les habían nombrado y pagaban— que al Gobierno federal. En esencia, se entró en un círculo vicioso en el que las repúblicas exigían cada vez más competencias, y si se les negaban, respondían con un discurso victimista y de desafección al Estado yugoslavo, al que se acusaba de déspota y centralista. En caso de concederse las competencias exigidas, las repúblicas se encontraban en una posición más fuerte para continuar demandando más y más poder, mientras el estado federal se iba debilitando en una confrontación que tendría su último capítulo cuando ya no quedara nada que transferir, o sea, cuando se obtuviera la independencia. En el proceso, cualquier éxito se consideraba mérito propio, mientras los fracasos eran culpa de Belgrado, de cualquier otra república, del modelo federal o del Gobierno central. Así, las partes fueron socavando al todo hasta hacerlo desaparecer, siendo el poder central ya sumamente débil cuando se iniciaron los procesos secesionistas en 1991. Para entonces, poco quedaba del Estado unitario más allá del Ejército, la representación internacional y la emisión de moneda.
Además, aquellos barones comprendieron que jugar la carta nacionalista era el medio más eficaz de alcanzar sus objetivos de poder, intereses materiales y supervivencia política tras la cada vez más previsible caída del comunismo. La punta de lanza que usaron contra lo que significaba Yugoslavia fueron los intelectuales. Su papel, en principio estrictamente cultural y académico, tenía la ventaja de parecer inofensivo. Estos pensadores incursionaron gustosamente en los discursos nacionalistas, pues les suponían un medio de reconocimiento y promoción en un panorama cultural en el que los discursos yugoslavistas habían dejado de encontrar financiación por parte de las repúblicas. Finalmente, podían presumir de prestar un noble servicio a la patria, cuyos valores, historia y particularidades se insistía en que habían quedado sepultadas durante décadas de consignas unitarias.
Las partes fueron socavando al todo hasta hacerlo desaparecer. En 1991 el poder central era sumamente débil
Sin embargo, la disolución de Yugoslavia no podía ser tan sencilla como que cada nación se independizara y cambiase su estatus de república por el de Estado soberano. Y es que Yugoslavia tenía sentido precisamente porque era el único modo de que las diversas naciones que la componían vivieran en el mismo país, pues el mapa de sus naciones era todo un collage que no correspondía con el político-administrativo. En otras palabras, la simple secesión de las repúblicas suponía necesariamente dividir las naciones, pasando muchos de sus miembros de ser ciudadanos de pleno derecho en un Estado que integraba a toda su nación a ser minorías de segunda clase en un ambiente de exaltación patriótica ajena en el que no podían sentirse cómodos. Por eso la guerra fue básicamente una carrera en la que todos persiguieron que las nuevas fronteras no dejasen fuera a ningún compatriota. Los serbios, por ejemplo, temían pasar de estar unidos en Yugoslavia a dividirse en cuatro Estados —al final han sido cinco—. El éxito implicaba tolerar minorías —siempre que se resignasen a serlo—, o bien hacer una limpieza étnica que evitase debates sobre a quién pertenecía el territorio y que permitiese un Estado más étnicamente homogéneo.
Tampoco los referendos fueron la solución, sino una trampa. En primer lugar, porque no proponían establecer un marco plural e igualitario, sino una fractura entre nosotros y ellos, donde se hablaba de convivencia, sí, pero con cada parte reivindicando ser la mayoría que dictase las reglas al resto. En segundo lugar, porque apelando a la naturaleza en principio democrática de los procesos, estos trataron de legitimar los propios intereses a la carta: se dio la paradoja de que las mismas repúblicas que afirmaban tener derecho a separarse de Yugoslavia por encima de la ley, porque así lo habían decidido tras un referéndum democrático, consideraron inaceptable que varias regiones realizaran su propio referéndum para independizarse a su vez de los nuevos países o quedarse en Yugoslavia.
Entretanto, mientras las potencias extranjeras se posicionaban para obtener los mejores beneficios tras el terremoto que se avecinaba, la ciudadanía era tratada como un simple instrumento. Y es que el nacionalismo nunca fue un fin en sí mismo, sino el medio del que se valieron tanto los líderes republicanos como los nuevos candidatos oportunistas para hacerse con el poder. Por su parte, muchos de los funcionarios e intelectuales anteriormente mencionados se sumaron a la causa previendo que sería una gran fuente de oportunidades tras la ya previsible caída del comunismo. Otros muchos no tenían ningún beneficio material a la vista, pero se dejaron cautivar por la bandera y los estudiados mensajes que hablaban de patriotismo, de libertad, y de construir un país nuevo y mejor en respuesta a los agravios a los que Yugoslavia sometía a la nación. Sin embargo, la mayoría escuchaba aquellos discursos distraídamente, convencida de que ningún político ni intelectual les iba a hacer empuñar un arma para matar a sus vecinos. Su relajo y confianza en los valores de la convivencia y el sentido común, así como la ausencia de una sociedad civil fuerte tras décadas de dictadura, les hizo encontrarse de repente en un torbellino de violencia que ni esperaban ni entendían, pero que era real y ante el que había que posicionarse. Se había sembrado tanto miedo que, tras varios episodios de violencia provocada y calculada por los líderes, esta se multiplicó en una espiral incontrolable. Así fuera por miedo, por defensa propia o por venganza, ya no hubo más opciones que morir, matar o huir.
Yugoslavia tenía sentido precisamente porque era el único modo de que las diversas naciones que la componían vivieran en el mismo país
José Ángel Ruiz Jiménez es profesor titular del Departamento de Historia Contemporánea y miembro del IPAZ de la Universidad de Granada, autor de Y llegó la barbarie (Ariel), un ensayo sobre la destrucción de Yugoslavia.
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