Locke, Jefferson y Venezuela
De las más de 45 mil sentencias emitidas por el Tribunal Supremo de Justicia desde 2005, ni en un solo caso falló contra el gobierno
Un gobierno será “legítimo” hasta tanto el pueblo bajo su jurisdicción lo considere como tal y lo obedezca. La máxima de San Agustín de inicios del siglo V estableció un principio que, sometido a prueba en múltiples ocasiones a lo largo de la historia, hoy bien podría invocarse en Venezuela: bajo ciertas circunstancias, un pueblo está en el derecho de desconocer la autoridad de su gobierno y buscar su reemplazo.
Fue John Locke quien en el Segundo Tratado del Gobierno Civil de 1689 desarrolló la idea de que los gobiernos pueden perder su legitimidad al asumir talantes totalitarios, entrando así en un “estado de anarquía” vis-à-vis la sociedad. Esta situación se presenta, según el filósofo inglés, cuando existe una concentración de poderes y “no existe juez ni recurso de apelación alguna a alguien que justa e imparcialmente y con autoridad pueda decidir”.
Nótese la relevancia que Locke le otorga al papel que juega la independencia de las cortes en una sociedad: cuando un gobierno carece de límites y “no hubiera en este mundo recurso de apelación para protegerse frente a los daños” que cometiera, entonces deja de ser legítimo.
En Venezuela la situación no puede ser más evidente. En el libro El TSJ al servicio de la revolución (Galipán, 2014), cuatro juristas analizaron cada una de las más de 45.000 sentencias emitidas por el Tribunal Supremo de Justicia desde el 2005 –año en que el chavismo tomó control de dicho órgano– y encontraron que ni en un solo caso falló contra el gobierno.
El servilismo del máximo tribunal se ha acentuado tras la asunción de una Asamblea Nacional dominada por la opositora Mesa de la Unidad Democrática (MUD) en enero. En tres controversiales fallos, el TSJ ha dejado muy claro que no permitirá que el Legislativo desafíe el poder absoluto del gobierno.
El primero de ellos ordenó la desincorporación de tres diputados opositores, negándole así la decisiva mayoría calificada a la MUD. Al acatar este fallo, la nueva Asamblea Nacional legitimó la autoridad del cuestionado TSJ, una decisión que puede llegar a lamentar. El segundo declaró la validez y vigencia “irrevocablemente incólume” de un decreto de emergencia económica promulgado por Nicolás Maduro que había sido rechazado por la Asamblea. Este fue el primer salvo del nuevo modus operandi del oficialismo: impugnar judicialmente las decisiones emitidas por el flamante cuerpo Legislativo.
El tercer fallo es el más espinoso de todos, ya que reinterpreta las atribuciones constitucionales de la Asamblea Nacional y la despoja de muchas de sus facultades de control sobre otros poderes y órganos del Estado, incluyendo las Fuerzas Armadas. Según el abogado venezolano José Ignacio Hernández, esta decisión deja en manifiesto que el fin último (e inconstitucional) del TSJ es desacatar la voluntad popular expresada en la elección legislativa del 6 de diciembre.
Esto nos lleva al siguiente punto: si bien la independencia de las cortes es un elemento fundamental para juzgar la legitimidad de un gobierno, no es el único. Una idea que Occidente desarrolló desde los tiempos de Locke es que el consentimiento de los gobernados también es un factor determinante. Y que la mejor manera para reflejar dicha aquiescencia –así como la única vía pacífica que existe para cambiar gobernantes– son las elecciones periódicas. Pero, ¿qué ocurre cuando un gobierno, mediante subterfugios, opta por subvertir el mandato del soberano?
Ha quedado en evidencia que el chavismo no dejará que una elección le quite el poder. La razón yace en parte en la ideología de un proyecto político que se cree el vehículo exclusivo de la voluntad popular. Otro motivo más mundano –y probablemente más poderoso– son los enormes niveles de corrupción y narcotráfico del que participa el régimen. Para muchas figuras influyentes del chavismo, la alternativa al poder no es el retiro en una hacienda, sino la prisión, la extradición o el exilio. Por eso están dispuestos a ir hasta las últimas consecuencias para mantenerse en el poder, así esto signifique transgredir principios democráticos o la misma Constitución.
Thomas Jefferson, en la Declaración de Independencia de EE.UU., señaló como principio universal el derecho que tiene cada pueblo “de cambiar o abolir” a un gobierno si este se vuelve destructivo de las libertades que debe garantizar. Para Jefferson, así como para Locke, son los gobernantes tiránicos –y no quienes se alzan contra ellos– los que han violado la ley; son ellos los verdaderos subversivos de la institucionalidad.
¿Se trataría esta de una salida extra constitucional al abuso de poder y violación sistemática de las libertades en Venezuela? Curiosamente no. La misma Constitución de 1999, que Hugo Chávez impulsó al tomar la presidencia, en su artículo 350 hace eco de Locke y Jefferson al establecer que “El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticas o menoscabe los derechos humanos”.
Al final de cuentas, “sin la justicia, ¿qué son los reinos sino una gran partida de ladrones?”, se preguntó San Agustín. La interrogante que dieciséis siglos después tendrá que hacerse el pueblo venezolano es: ¿qué justicia y legitimidad le queda al gobierno de Nicolás Maduro?
Juan Carlos Hidalgo es analista de políticas públicas sobre América Latina en el Centro para la Libertad y Prosperidad Global del Cato Institute en Washington, DC. Twitter: @jchidalgo
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