Guatemala juzga por primera vez crímenes sexuales del Ejército
Los familiares de las víctimas las arropan en una sala de vistas abarrotada durante la primera jornada del juicio

Han tenido que pasar más de 30 años para que dos presuntos implicados en un caso de esclavitud sexual y doméstica contra mujeres de la etnia maya-keqchí del norte de Guatemala se hayan sentado en el banquillo para responder por sus delitos. Se trata del teniente coronel (retirado) Esteelmer Reyes Girón, de 59 años, a quien se acusa por delitos de lesa humanidad en sus formas de violencia sexual, esclavitud doméstica y asesinatos. A su lado se sienta el comisionado militar (civil al servicio del Ejército) Heriberto Valdez Azij, de 74, inculpado de desaparición forzada y de violencia sexual.
Según el expediente, las mujeres, cuyos padres, hermanos o maridos fueron previamente secuestrados y desaparecieron a manos de militares, fueron obligadas a cocinar y lavar la ropa a los soldados y abusadas sexualmente. Los gastos para comprar el jabón y el maíz para las tortillas, corría a cargo de las víctimas.
Pese a que han transcurrido más de tres décadas –los hechos ocurrieron entre 1982 y 1983– los perpetradores pudieron ser identificados gracias a los testimonios de las víctimas, que los reconocieron. Los delitos juzgados fueron perpetrados en la comunidad de Sepur Zarco, una aldea del municipio de El Estor (Izabal, norte) donde en 1982 se erigió un destacamento militar destinado a combatir a la guerrilla de inspiración marxista. Como en otros grupos de la misma naturaleza, se cometieron toda clase de abusos.
Pese a que los ataques sexuales fueron una práctica sistemática en las operaciones del Ejército en áreas en las que los militares consideraban sospechosas de colaborar con guerrilla, este es el primer caso que se lleva a los tribuanales. El informe Recuperación de la memoria histórica (Remhi), del obispo Juan Gerardi, recoge testimonios estremecedores como en el que se obliga a las mujeres a bailar y desvestirse delante de la tropa, en el mismo lugar en donde horas antes habían sido asesinados sus padres, hermanos, novios o maridos, para después violarlas masivamente. Algunos uniformados que padecían enfermedades venéreas también pudieron beneficiarse de aquél botín de guerra, pero después del resto.
En el expediente, abierto en septiembre de 2012, una de las víctimas relata que tras ser violada por no revelar el paradero de su marido, señalado de colaborar con la guerrilla, huyó a la montaña acompañada de sus hijos. Tres de ellos, los más pequeños, murieron de hambre en ese afán de burlar a sus perseguidores. No es el único caso de esa naturaleza.
“La violencia no fue indiscriminada, sino que dependía de una valoración de riesgo/beneficio en función del objetivo central que era obtener la colaboración de la población civil”, puntualiza el informe coordinado por el obispo Gerardi, lapidado en el garaje de su parroquia 48 horas después de presentar públicamente el estudio.
La decisión está ahora en manos de la juez Yasmín Barrios, quien tras escuchar a las partes deberá dictar sentencia, la que no quedará en firme hasta agotar un proceso legal que puede tardar meses.
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