Las puertas abiertas de México en el corazón del golpe
750 personas llegaron al país norteamericano tras refugiarse en su embajada en Santiago
El embajador de México Gonzalo Martínez Corbalá escuchaba el sonido de las ametralladoras y las granadas desde su residencia en Santiago de Chile. Caía la noche del 11 de septiembre de 1973 y mientras nacía la dictadura militar que se instalaría en el país los próximos 17 años, el diplomático, amigo personal del presidente Salvador Allende, se preparaba para jugar el que sería el papel de su vida.
Corbalá estaba a punto de repetir la historia que tres décadas atrás había dirigido el presidente mexicano Lázaro Cárdenas al abrir las puertas del país a miles de republicanos españoles perseguidos por la dictadura de Franco. El abrazo mexicano miraba ahora a Chile, y mientras las calles de Santiago se llenaban de muertos, la embajada de México se abría para dar a los perseguidos una esperanza de vida. “No se le negó la entrada absolutamente a nadie”, recuerda el diplomático a los 89 años en su casa del sur del DF. Desde el día 15 de septiembre y hasta junio de 1974, cinco aviones fletados por el Gobierno mexicano sacaron de Chile a 756 personas que encontraron refugio en la embajada.
Con una pistola debajo de una caja de huevos, para disimular, Ángel Hoces atravesó el umbral de la llamada Cancillería mexicana, presidida por un retrato de Benito Juárez. “Pido asilo”, dijo cuando se abrió la puerta, y le dieron un refresco. Esa misma noche se le unió su mujer, que llegó disparando hacia atrás contra sus perseguidores. Y días más tarde sus padres le llevaron a sus dos hijas, de seis y siete años. “Una de ellas traía en la mano 48 dólares. Ese era todo mi capital”, recuerda sin poder reprimir las lágrimas.
En apenas una semana había más de 300 personas en el edificio. El Ejército cortó el agua y la vida no se hizo fácil, pero las puertas no se cerraron nunca. “Recibíamos muchísimas solicitudes de asilo y no había ni tiempo de cumplir completamente con el protocolo. O los aceptabas o no. Había que ser laxo”, recuerda Corbalá. En medio de un caos ordenado, la figura del embajador se estampó en la memoria de quienes pasaron por allí. “Parecía un modelo, bien plantado, güero, como un artista. Nos hablaba desde la escalera y nos contaba de la situación de afuera. Eventualmente traía chocolate para los niños. Gonzalo Martínez Corbalá es mi amigo hoy día, es mi hermano. Él me salvó la vida”, recuerda Hoces desde el DF, donde se quedó a vivir para siempre.
El diplomático, que rechaza el apelativo de héroe, tuvo que enfrentarse en varias ocasiones a los militares que rodeaban la legación para tratar de evitar el acceso a más personas. Hoces cuenta con aire mítico uno de los encontronazos: “Vi cómo lo encañonaban con metralletas, cómo se las clavaban en las costillas y lo arrastraban por el jardín. Grande Martínez Corbalá. Valiente”. Dos jóvenes que intentaban alcanzar la embajada mexicana murieron acribillados por los militares y sus cuerpos fueron abandonados sobre la acera de la entrada. “Quizá como escarmiento para otras personas que quisieran asilarse”, escribió el diplomático en su libro de memorias, Instantes de decisión.
Dos jóvenes que querían alcanzar la embajada mexicana murieron acribillados por los militares
México poseía dos edificios en Santiago. La Cancillería y la residencia del embajador. En la segunda encontraron refugio el 12 de septiembre la viuda de Allende y sus hijos y nietos, antes de emprender su viaje a México. Situada en Américo Vespucio Norte 846, en un barrio acomodado de la zona oriente de Santiago, aún hoy se puede ver el gran caserón del embajador con sus patios y jardines. Las cerca de 250 personas que hallaron asilo tuvieron que dormir bajo las mesas, pero nunca pasaron hambre. El tiempo transcurría más rápido gracias a una biblioteca que poseía todos los ejemplares del Fondo de Cultura Económica e incluso un ingeniero asilado convirtió un citófono en un teléfono, lo que les permitió comunicarse con el exterior.
La vida en la Cancillería, donde el hacinamiento era mayor, era un poco menos cómoda. Su recuerdo pervive hoy en las cartas que atesora el Archivo Histórico Diplomático de la Secretaría de Exteriores de México. Como esa que le escribe Edgardo Nalla a su esposa para decirle que “sería bastante bueno poder contar con un colchón inflable”, ya que en ese momento dormía “en unos cojines que no son nada blandos”. O el higiénico y cariñoso pedido de Ramón Gelder el 30 de abril del 74: “Por favor, amorcito, mándame ropa y tenencias de aseo personal, especialmente toalla, cepillo de dientes y talco para los pies”.
Aunque al principio fue sencillo, a medida que pasaban los meses la Junta militar fue retrasando la entrega de los salvoconductos de los refugiados. El entonces director general de los servicios diplomáticos mexicanos, Raúl Valdés, pasó varias temporadas en Santiago luchando para sacar de la embajada al último grupo de 72 personas, que finalmente voló a México en junio de 1974. En total 720 adultos y 36 menores salieron del país desde la embajada en Santiago, según la memoria prodigiosa de Valdés. En diciembre de 1974, con el trabajo hecho, el Gobierno mexicano de Luis Echevarría anunció la suspensión de relaciones con Chile. Un distanciamiento que se prolongaría 17 años. Un tiempo en el que en México germinó la vida en libertad de aquellos que se sentían presos en su propio país.
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