La putinización del arte cubano
El régimen cuenta con la complicidad de una nueva clase de artistas dóciles, de fuera o dentro del país, que desean trabajar en la isla a toda costa
La Bienal del Deshielo, han llamado a la bienal de arte contemporáneo concluida hace unas semanas en La Habana. El mercado estadounidense se volcó en ella y muchos artistas cubanos residentes en el extranjero volvieron al país para exponer sus obras. Con la legitimación que el arte contemporáneo presta a ciertos gestos, hubo un doble de Obama paseándose por la ciudad, una playa de arena en pleno Malecón y un ícono de Facebook del tamaño de las vallas de la propaganda oficial.
La han llamado Bienal del Deshielo no solo por ocurrir en medio del restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos, sino también porque los artistas intentaron dar un empujón a esas negociaciones y acelerar la historia. Así, el paseo de Obama fue una premonición del viaje que el presidente prometió para cuando termine su mandato. Sombrillas y tumbonas sobre la arena descargada en el Malecón resultaron un avance de las transformaciones urbanísticas por las que tendrá que atravesar La Habana. Y la señal de Facebook sugirió un acceso a Internet como el que no existe hoy en Cuba.
Políticamente imaginativos como pueden parecer, los artistas participantes en la bienal fueron incapaces de inventar una defensa de las libertades artísticas y civiles, e hicieron silencio ante la censura y la represión de su colega Tania Bruguera, quien había vuelto al país meses antes con el propósito de realizar una performance en la plaza de la Revolución. Era su manera de acelerar el deshielo: instalar un micrófono donde solo se ha escuchado el monólogo oficial y permitir a cualquier ciudadano expresarse. La Seguridad del Estado no dejó que llegara a la plaza, cargó con ella, le retiró su pasaporte y desde hace más de medio año la mantiene en un limbo jurídico, en la isla como cárcel.
Llegada la bienal, Bruguera se sumó también a la gestualidad invocatoria. Emprendió la lectura en voz alta, en la sala de su casa, de Los orígenes del totalitarismo, de Hannah Arendt. Invitó a sus colegas y a todos cuantos quisieran acompañarla, y ningún artista plástico cubano acudió, salvo Levi Orta y el crítico y comisario Gerardo Mosquera.
Quienes sí se presentaron allí fueron los oficiales y la gentuza amenazante que la Seguridad del Estado disfraza de pueblo, quienes la sometieron a un acto de repudio. Bruguera descubrió que tenía prohibida la entrada a galerías y museos. Ante esto, ninguno de los que la invitaron a las inauguraciones protestó. Ninguno descolgó sus piezas, se retiró o hizo pública una queja.
Tania Bruguera descubrió en la pasada bienal que no podía entrar en las galerías. Ningún colega hizo pública una queja
Este desentenderse ante violaciones de derechos elementales no es, por supuesto, exclusividad de las artes plásticas cubanas. El pasado diciembre, durante el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, fue censurado el filme francés Regreso a Ítaca, y Leonardo Padura, autor del guion basado en una novela suya, pidió al director Laurent Cantet que no chistara y también calló él. Y cuando un grupo de gente de cine condenó públicamente la censura y Cantet les agradeció en una carta, Padura mantuvo su silencio. Se inventó la figura del censurado que evita asociarse con quienes se arriesguen a defenderlo.
Todas estas señales parecen indicar el surgimiento de una nueva clase de artistas en la cultura cubana. Residentes fuera o dentro del país, gozan de solvencia económica suficiente como para no depender del régimen, cuentan en su mayoría con otra nacionalidad que los ampara y, no obstante, se comportan como si ninguna lección de libertad extrajeran de esas ventajas. Defienden sus privilegios económicos por encima de la suerte de cualquiera, incluso (como puede verse en el caso de Padura) por encima de su propio trabajo.
Llevan sus cuadros a Cuba o publican allí sus libros en beneficio de la gente que lee y asiste a las exposiciones, no para congraciarse con el régimen. Al menos, eso dicen. Sin embargo, la falta de escrúpulos no tarda en hacerlos cómplices de las autoridades, y con sus silencios garantizan la buena marcha de la censura y de la represión. Son figurantes y protagonistas de unas fiestas del arte donde, en el fondo, machacan siempre a alguien.
Dispuestos a apresurar el futuro, estos artistas ayudan a configurar una relación con el poder político muy semejante a la que un régimen como el de Vladímir Putin sostiene con el mundo del arte. A diferencia de Putin, Raúl Castro no necesita desembolsillar demasiado para comprar artistas. Se vale del mercado estadounidense y su apetencia por descubrir Cuba. Toda una flota de galeristas estadounidenses desembarca en La Habana y, no importa dónde residan ni cuán bien les vaya, los artistas cubanos vuelven al país. Pues se entiende que arte cubano es lo que se compra en la isla, in situ, por el valor añadido del genio del lugar. Arte cubano es lo comprado como souvenir de un momento histórico, y el régimen saca tajada por poner el local, que es su isla, y deduce de esas transacciones un compromiso de docilidad de los artistas.
Terminada la bienal, tras leer en voz alta a Arendt en La Habana, Bruguera ha empezado a investigar para futura obra suya la represión contra los opositores políticos en Cuba. Detenida en varias ocasiones y golpeada por las fuerzas de la Seguridad del Estado, pueden llevarla a juicio en cualquier momento, a uno de esos juicios decididos de antemano. Es bastante improbable que sus colegas alcancen entonces a apoyarla, concentrados como están en el proceso de putinización del arte.
Antonio José Ponte es escritor y vicedirector de Diario de Cuba (www.diariodecuba.com).
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