Educación bajo el volcán
La reforma educativa mexicana se enfrenta en los Estados más pobres a las resistencias de un sistema férreamente clientelar
La educación es uno de los grandes volcanes de México. Asentado durante décadas sobre un acuerdo clientelar entre el Estado y los sindicatos, el sector ha vivido de espaldas a los avances de otros países. El resultado de esta inmovilidad ha sido un deterioro que ha situado a México en el último lugar del índice educativo de la OCDE, por detrás de Brasil, Turquía o Chile. La conciencia del problema, de enorme calado en una nación con 53 millones de pobres, dio luz en 2012 a la reforma educativa.
La iniciativa del presidente Enrique Peña Nieto recibió el apoyo de los grandes partidos y superó con mayorías abrumadoras su paso parlamentario. La posibilidad de oxigenar un sistema viciado de raíz, aunque vital para la regeneración de México, la convirtió en una de las más respaldadas por la ciudadanía. Pero en un país caracterizado por sus movimientos sísmicos, nada de ello bastó. Roto el status quo, pronto llegaron las resistencias. El volcán entró en erupción.
La aplicación de la ley, que acaba con el reparto clientelar de plazas docentes, se ha dado de bruces con las fuerzas sindicales que hasta ahora controlaban la educación en el sur de México. Al ver amenazada su principal fuente de poder, estos grupos radicales han lanzado una ofensiva feroz. Primero, asaltaron aeropuertos, bloquearon carreteras y quemaron oficinas electorales. Luego, han dirigido sus ataques a los opositores y maestros que se apartan de sus consignas. El pulso, que ha deparado lacerantes escenas de profesores rapados y vejados por piquetes, llegó a poner contra las cuerdas al Gobierno, hasta el punto de que la reforma fue suspendida 10 días para evitar conflictos durante las elecciones de junio. Pasados los comicios, el Ejecutivo ha retomado con renovados bríos su implantación y ha lanzado el mensaje de que, caiga quien caiga, impondrá la ley. La batalla está servida.
El principal foco de resistencia procede de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE). Con 110.000 afiliados, este sindicato de ultraizquierda controla Michoacán, Guerrero, Chiapas y Oaxaca. Un territorio estancado en un pasado agrícola, con un PIB per cápita cinco veces menor que el Distrito Federal y donde pasó de largo la apertura comercial que ha propiciado el fuerte desarrollo de los Estados del norte. En este universo de miseria, la central tiene en su mano la llave que abre y cierra las puertas de acceso a los puestos de maestros. Unas plazas que para decenas de miles de familias significan no solo el único sustento, sino el único futuro.
Durante décadas, el Estado, con el PRI a la cabeza, ha amparado e incluso fomentado este ecosistema clientelar. En un pacto no escrito, ambos se han beneficiado de sus dividendos. Paz social y reparto de prebendas. Pero este equilibrio ha llegado a su fin. La reforma lo ataca en la médula. Para terminar con la compraventa de puestos y su heredad, impone el concurso obligatorio. La medida abre asimismo las puertas a opositores de otros Estados e impide la concesión automática de plaza a los maestros procedentes de las llamadas escuelas normales, el gran caladero del sindicato. En una segunda vuelta de tuerca, la normativa establece la evaluación obligatoria de los docentes, y su expulsión en caso de que suspendan tres veces. Esta disposición, que la CNTE ha convertido en su arma de combate, es la que mayor rechazo ha generado entre los afectados. El pánico a perder el empleo por parte de miles de maestros que proceden de entornos míseros, y la desconfianza ante unos exámenes dictaminados por un poder que consideran hostil han dado combustible a la protesta y erosionado la posición de inicio del Gobierno.
“La reforma es necesaria e indispensable, pero ha sido torpemente manejada: al poner el énfasis en el aspecto administrativo y laboral, se ha desatendido el contenido educativo”, afirma Gerardo Esquivel, profesor-investigador del Colegio de México. “El sistema es fallido, simulador y mentiroso. Si no se mejora al profesorado, no avanza la educación ni México. Pero la ley no es punitiva como quieren hacer creer los sindicatos. Eso lo ha explicado mal el Ejecutivo”, dice Claudio X. González, presidente de la ONG educativa Mexicanos Primero.
La partida no ha hecho más que empezar. Para finales de julio habrán salido a concurso 76.000 plazas y el Gobierno está dispuesto a llevar adelante casi 600.000 evaluaciones este año. Pero los retos no acaban ahí. Bajo la alfombra, han aparecido todo tipo de demonios. En la revisión propiciada por la reforma educativa han aflorado 298.000 nóminas irregulares, 114.000 docentes jubilados o fallecidos que siguen cobrando y 113.000 profesores con otro puesto de trabajo.
La atrofia es evidente. México hace un esfuerzo importante en gasto educativo (en torno al 6% del PIB, más que España), pero el 93% se va en remunerar al personal. Y los resultados no acompañan. El 80% de los estudiantes suspende o aprueba por los pelos la evaluación internacional PISA, y al ritmo actual se necesitarían 77 años para alcanzar en ciencias la media de los países avanzados. Es demasiado tiempo. Veinticinco millones de alumnos esperan un futuro mejor. Ese, mucho más que cualquier pulso, es el verdadero desafío.
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