Violencia contra periodistas en México: de norte a sur
Las autoridades han tenido tiempo para encontrar a los informadores con vida y han fracasado
Cosolapa es un municipio de 9.000 habitantes en el noroeste de Oaxaca, justo en el límite con Veracruz, donde una calle marca la frontera ambos estados. Naturalmente, la vida de la zona toca ambos territorios, hay habitantes que viven en un estado y trabajan en otro. El periodismo que se hace ahí tampoco distingue esas fronteras, los asuntos públicos son asuntos de ambas entidades.
En los últimos 12 meses, dos de los 10 asesinatos de periodistas en México han ocurrido en Cosolapa. Es decir, el 20% de los casos están en una zona con el 0,007 por ciento de la población del país.
Medellín, Veracruz, podría ser peor. En este municipio conurbado a la zona metropolitana del puerto de Veracruz viven 3.000 personas, 0,000025% de la población del país. Otros dos periodistas han muerto ahí en los últimos seis meses.
Datos del mapa Periodistas en Riesgo de Freedom House y el Centro Internacional para Periodistas muestran cómo la violencia contra la prensa en México se ha intensificado en el sur del país. Si hace cinco años la ola de agresiones contra la prensa se concentraba en los estados norteños, ahora la dinámica ha cambiado y se ha centrado, principalmente, en Veracruz y Oaxaca.
Cosolapa es un lugar emblemático porque los crímenes tocan ambos estados. Octavio Rojas fue asesinado en agosto de 2014 y Armando Saldaña hace dos meses, el pasado 4 de mayo. Las autoridades de Oaxaca han abierto investigaciones que no avanzan un centímetro, mientras que las de Veracruz se desentendieron con el argumento de que las muertes no ocurrieron dentro de sus límites.
Sin embargo, trabajaban para medios de Veracruz y cubrían temas del estado. Rojas era corresponsal del diario El Buen Tono de Córdoba y fue asesinado luego de revelar la “ordeña” clandestina de ductos de combustible en territorio veracruzano. Saldaña trabajaba en una estación de radio de Tierra Blanca, cerca de Cosolapa.
La realidad marca una tendencia de cheque en blanco para cualquiera que piense que sus problemas se solucionan matando periodistas
En Medellín, Veracruz, el periodista Moisés Sánchez, director del semanario La Unión, fue asesinado a principios de enero de 2015 y su cuerpo hallado un mes después. Las investigaciones han apuntado a la autoría intelectual del alcalde de ese municipio, quien ya fue destituido pero no ha sido arrestado. Hace unos días, el periodista Juan Mendoza Delgado, del portal de noticias locales “Escribiendo la Verdad” fue hallado muerto tras estar desaparecido un par de días. Las autoridades aseguran que fue atropellado pero la versión ha sido puesta en duda por supuestas imágenes del cuerpo que mostrarían huellas de tortura.
De confirmarse un móvil profesional en la muerte de Mendoza Delgado, Veracruz habría registrado dos homicidios de periodistas en los últimos 12 meses. Oaxaca ya cuenta cuatro, incluyendo los dos de Cosolapa aunque ahí la ubicación de las coberturas que habrían provocado los crímenes no están claras.
Desde hace varios años, Veracruz es el estado más peligroso para el ejercicio del periodismo en México. Ahora Oaxaca se añade como foco rojo y el sur del país da señales de alarma. En mayo del año pasado otro periodista fue asesinado en Guerrero. En Tabasco se ha registrado otro, pero dado que el móvil apunta a cuestiones personales no se ha contabilizado como un crimen con motivos periodísticos.
La impunidad como motor de las agresiones no está en duda. Que en municipios tan pequeños como Medellín y Cosolapa haya sido posible asesinar a dos periodistas en cada lugar en los últimos meses deja claro que los actores que buscan silenciar a la prensa, sean políticos, criminales (o político-criminales, pues uno nunca sabe) se mueven a sus anchas y sin temor de consecuencias. La mayoría de los homicidios han ocurrido con un secuestro previo de las víctimas, lo que significa que las autoridades han tenido tiempo para encontrar a los periodistas con vida y han fracasado.
La violencia contra la prensa es fluida. Se mueve de lugar y las alertas se prenden de manera insospechada. Hace cinco años los reflectores de la violencia contra periodistas estaban en otro lado, en los estados del norte.
Doce periodistas fueron asesinados en 2010, siete de ellos en estados norteños: Sinaloa, Nuevo León, Chihuahua, Tamaulipas y Coahuila. En el verano de ese año la atención estaba sobre esta zona, campo de guerra entre cárteles del narcotráfico.
Este verano marcaremos el quinto aniversario de dos acontecimientos que cimbraron al periodismo mexicano. El 26 de julio de 2010 ocurrió el secuestro de dos periodistas de Televisa y uno de Multimedios-Milenio a manos del Cártel de Sinaloa en Gómez Palacio, Durango.
Los periodistas cubrían la intervención federal en el penal de Gómez Palacio luego de que se reveló que sicarios del Cártel de Sinaloa que estaban presos ahí eran liberados de noche para cometer masacres en Torreón. El cártel usó los plagios para un chantaje sin precedentes: presionar a esas cadenas de televisión a difundir videos que acusaban vínculos de funcionarios públicos con el cártel de Los Zetas. Ambas televisoras se negaron a difundir el material a nivel nacional y los periodistas fueron liberados.
Un mes y medio después, el 16 de septiembre, el fotógrafo del Diario de Ciudad Juárez, Luis Carlos Santiago, fue acribillado en la calle. Era el segundo reportero asesinado en la ciudad fronteriza que se había convertido en la capital mundial del homicidio. En 2008, otro reportero del mismo Diario de Juárez, Armando Rodríguez, fue baleado frente a su hijo. Pero aunque la muerte de Santiago tenía antecedentes de sobra, lo que hizo su periódico fue inédito. En un editorial de primera plana el 19 de septiembre, el diario se dirigió a los “señores de las diferentes organizaciones (criminales) que disputan la plaza”, les hizo notar que “ustedes son las autoridades de facto en esta ciudad” y les pidieron “que nos expliquen qué es lo que quieren de nosotros, qué es lo que pretenden que publiquemos o dejemos de publicar, para saber a qué atenernos”.
Si la publicación de notas sobre violencia criminal tiene consecuencias, razonaba el Diario de Juárez, era mejor pedir “línea” sobre lo que pudiera pisar los callos de los delincuentes, porque las autoridades no daban ninguna garantía de libertad de expresión. El texto dijo lo que varios editores llegamos a pensar pero nunca a poner por escrito. En medio de la ola de violencia contra periodistas, parecía lo más sensato.
En el siguiente lustro la violencia contra la prensa en el norte de México fue cediendo. Por supuesto que no se eliminó: cuatro de los 10 homicidios de periodistas desde julio del año pasado han ocurrido en estados norteños, en Zacatecas, Sinaloa y dos en Tamaulipas.
Pero los casos del sur han cobrado más atención porque han ido en aumento sostenido. En 2010 no hubo asesinatos de periodistas en Veracruz. En los 10 años previos se registraron cinco y en los últimos cinco años se cuentan 12. En Oaxaca la violencia ha trepado silenciosamente: un periodista asesinado en 2013, otro en 2014, tres en lo que va de 2015, el más reciente el del locutor Filadelfo Sánchez, acribillado el 2 de julio al salir de su programa de radio.
El deterioro de las condiciones para ejercer periodismo en esos estados se ha dado bajo las gubernaturas de Javier Duarte en Veracruz y Gabino Cué en Oaxaca. Más que una coincidencia, la realidad marca una tendencia de cheque en blanco para cualquiera que piense que sus problemas se solucionan matando periodistas. Claro, esto no es exclusivo de estas dos entidades. Mañana puede darse en cualquier otra parte del país si no se frena la impunidad.
Javier Garza Ramos es colaborador del proyecto Periodistas en Riesgo de Freedom House y el Centro Internacional para Periodistas
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